«Un verdor terrible», de Benjamín Labatut: Los relámpagos oscuros de la genialidad

Pocas veces es dable decir sobre un libro de ficción que puede ser gozado con sismos interiores de manera equivalente por los aficionados a la historia, la ciencia o la literatura, y este es uno de esos casos excepcionales.

Por Alfonso Matus Santa Cruz

Publicado el 28.10.2020

Un leve aroma a almendras comienza a desprenderse de las primeras páginas de este libro que contiene cinco relatos, el mismo aroma que entró por última vez en las narices de millones de judíos en las cámaras de gas y de los altos mandos nazis.

Nos introducimos así en los pasadizos de una pesadilla teledirigida, elaborada con una intensidad ponderada hasta en los mínimos detalles, hasta desembocar en los fogonazos visionarios de los genios de la matemática y la física cuántica del siglo pasado.

De fondo suena alguna ópera de Wagner anunciando el ocaso de los dioses o de la humanidad, y en este caso nuestro riguroso y prolijo maestro de orquesta es el escritor Benjamín Labatut (1980), en cuyo tercer libro, Un verdor terrible (Anagrama, 2020), penetramos un vórtice pocas veces abordado en la literatura de ficción, menos aún en la compuesta en nuestro estrecho país: aquel de la ciencia de vanguardia, del vértigo creativo con el cual los genios dan un paso más allá del territorio conocido, traduciendo en ecuaciones relampagueantes lo que podría ser la clave de las dinámicas subatómicas o la llave de una caja de Pandora que nos aproxima como una marcha fúnebre hacia el apocalipsis.

Pocas veces es dable decir sobre un libro de ficción que puede ser gozado con sismos interiores de manera equivalente por los aficionados a la historia, la ciencia o la literatura, y este es uno de esos casos excepcionales.

¿Quién pensaría que entre los precursores involuntarios del holocausto podríamos encontrar a un fabricante de pinturas, un alquimista carismático y un entomólogo con habilidad para los negocios del siglo XVIII?

Y, sin embargo, allí están los primeros nodos de la trama, los descubridores del pigmento Azul de Prusia, el mismo que adornaría obras de Van Gogh y Hokusai, descubierto gracias a uno de los elementos que conformaban el supuesto elixir de la vida de Johann Conrad Dippel, ayudante en el taller de Diesbach, quien tuviera por discípulo a Swedenborg, aunque luego éste se volviera su más acérrimo denunciante, y sirviera asimismo de modelo al Frankestein de Mary Shelley por sus experimentos quiméricos con animales.

Una cuchara con ácido sulfúrico en manos del químico que más elementos descubrió, Carl Wilhelm Scheele, mezclada al pigmento azulino, daría origen al cianuro. Labatut nos guía con rigor enciclopédico en este primer relato, hilvanando conexiones que convocan a Napoleón, el químico judío alemán Fritz Haber, que cosecharía el nitrógeno del aire generando el abono que propulsaría la revolución demográfica y las nubes de pesticidas Zyklon A, y luego el Zyklon B que aniquilaría legiones de soldados y presos en la Segunda Guerra Mundial, descubriendo los hilos secretos que vinculan la historia del arte y la ciencia, de la inventiva y el horror de la historia universal.

Si ya entramos en este laberinto de interconexiones cada una más sorprendente que la otra, mediante una historia con rasgos ensayísticos que apenas tiene detalles ficticios, cumpliendo a cabalidad con aquella medida enunciada por Juan Ramón Ribeyro de que si la historia a contar es real debe parecer inventada, en los tres relatos que conforman la médula del libro nos internamos en ese interregno donde confluyen la realidad y la ficción, las leyes que rigen a los colosos cósmicos como los agujeros negros y aquellas que palpitan en la incertidumbre de la dimensión subatómica.

En el primero presenciamos el resplandor trágico de una mente impresionante, la de Karl Schwarzschild, el astrónomo, físico y matemático alemán, que resolvió las ecuaciones de la teoría de la relatividad de Einstein en las trincheras de la Gran Guerra, atisbando por primera vez los contornos de esa criatura insaciable del oscuro océano cósmico, los agujeros negros que, como Cronos, devoran sin fin a los hijos de la materia.

Tal es la intensidad de su descubrimiento que acaba por consumir las células de su cuerpo transfigurado en una enfermedad calamitosa que propaga pústulas negras por su carne. Casi pareciera como si Karl se hubiese inclinado demasiado sobre el abismo, tal como su viajero hipotético al cruzar el horizonte de sucesos, para ser engullido por el vórtice gravitatorio, vería: «dos imágenes superpuestas, proyectadas simultáneamente en un pequeño círculo sobre su cabeza, como las que uno ve al usar un caleidoscopio: en una percibiría toda la evolución futura del universo a una velocidad inconcebible, en la otra, el pasado congelado en un instante.»

Pareciera ser que una fuerza de gravedad irrefrenable haya llevado a Schwarzschild a resolver las ecuaciones de la relatividad, aumentando su genio a la vez que destruía su cuerpo. La singularidad expresándose de manera psicosomática en su cuerpo, inoculando una interrogante funesta en su mente durante sus últimos días, la posibilidad del colapso del alma humana, de su pueblo —como ocurriría con el ascenso del nazismo—, en un agujero negro.

 

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En «El corazón del corazón» partimos con una entrada, publicada el 2012, en el blog del matemático japonés Schinichi Mochizuki, probando una de las conjeturas fundamentales de la teoría de los números. O al menos eso parecía, pues su complejidad era tal que sus colegas lo tildaron como un paper del futuro.

Desde este esquivo personaje dotado de una capacidad de concentración apabullante, llegamos a su maestro, uno de los matemáticos más portentosos del siglo pasado, Alexander Grothendieck.

Apátrida, hijo de un anarquista muerto en Auschwitz, tan solitario como empecinado en colosales proyectos para desnudar las ecuaciones y arquitecturas más complejas de los objetos matemáticos, este hombre vivió varias vidas en una, dando un giro radical tras el mayo de 1968, dejando de lado los guarismos por la aventura interior, mudándose de pueblo en pueblo, exiliado voluntariamente del mundo académico, convertido en una especie de místico ascético cuya búsqueda trasvasó en un libro de miles de páginas titulado Cosechas y siembras, donde habla de tú a tú al lector, como queriendo propagar la intensidad de su aprendizaje vital en un diálogo que bascula entre el nirvana y la entropía mental.

Labatut nos permite aproximarnos a la visión de este cometa cuyo resplandor es tan potente como la extensión de su estela en descomposición, una creatividad desenfrenada que de alguna manera resuena con el caso de Kafka, por su voluntad de mantener archivados y hasta incinerar sus archivos, como si hubiese hallado algo que la humanidad aún no pudiese comprender o manejar a ciencia cierta.

 

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Si en el primer relato el protagonista fue un elemento mortal, en el segundo un monstruo cosmológico y en el tercero una mente azotada por el vértigo obsesivo del genio y la búsqueda de Dios, en este, el de mayor complejidad arquitectónica y variedad de perspectivas narrativas, asistimos al giro de la visión del mundo que revolucionaría el paradigma científico, aquel de la interpretación de Copenhague, de la mano de sus protagonistas: Werner Heisenberg, Ernst Schrödinger, el príncipe De Broglie, Niels Bohr y Einstein.

Aunque son los tres primeros, con sus epifanías donde convergen la enfermedad y la intuición matemática llevada casi al paroxismo profético, en una isla desolada, un sanatorio para tuberculosos y un castillo repleto con obras de art brut, realizadas por presidiarios y enfermos mentales, quienes marcan el compás de esa década alucinante que fueron los años de 1920.

Estos episodios, en los cuales los físicos dan un paso más allá del territorio sondeado por la ciencia, toman una forma casi calcada a la de los accesos visionario de los místicos, delirios en los cuales se entraman la enfermedad, el erotismo, los arquetipos expresados mediante alucinaciones fulgurantes; algo así como si Prometeo lanzara un relámpago teledirigido a sus mentes, quemando los límites del sentido común, no sin el precio trágico del cuervo que roe el hígado, otorgando el estigma de una profecía capaz de abrir puertas indefinidas y poco controlables, decantadas mediante ecuaciones casi garrapateadas en las hojas.

Este es el territorio de alto voltaje mental que la cartografía de Labatut —con una atención minuciosa y prodigando las peripecias mundanas que debieron sobrevivir sus protagonistas y los episodios que fueron puntos de inflexión para la ciencia—, con un estilo ponderado, rutilante y cadencioso, donde nada sobra y el narrador no eclipsa a las historias, más bien las elabora con la gracia de ecuaciones, en las cuales los párrafos resuenan los unos con los otros, vibrando con un propósito tan misterioso como necesario, al gran armazón del conjunto de relatos.

Bastará decir que en el epílogo nos trae de vuelta a una aldea de nuestro país, convocando algunos de los hilos fundamentales de los relatos anteriores en una realidad más próxima a nosotros, ilustrando cómo el descubrimiento de un elemento puede relacionarse con la desaparición de algunas mascotas, cómo la matemática puede obsesionar a un hombre, y cómo el vértigo de la ciencia es un arma de doble filo.

Concluyendo así a la manera de un uróboros —tal y como hiciera en su primer conjunto de relatos, La Antártida empieza aquí— este libro que resplandece como una joya oscura, sus aristas pulidas, reflejando nuestras pesadillas, palpitando dentro suyo algo que nos llama con una fuerza de gravedad que es a la vez seducción y desasosiego.

Tal vez sea la belleza literaria desplegada lo que nos mantiene con los ojos abiertos, haciendo soportable ese verdor terrible que hemos manufacturado, invitando a sumergirnos en la aventura de la relectura.

 

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Alfonso Matus Santa Cruz (1995) es un poeta y escritor autodidacta, que después de egresar de la Scuola Italiana Vittorio Montiglio de Santiago incursionó en las carreras de sociología y de filosofía en la Universidad de Chile, para luego viajar por el cono sur desempeñando diversos oficios, entre los cuales destacan el de garzón, barista y brigadista forestal.

Actualmente reside en Punta Arenas, cuenta con un poemario inédito y participa en los talleres y recitales literarios de la ciudad. Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

«Un verdor terrible», de Benjamín Labatut (Editorial Anagrama, 2020)

 

 

Alfonso Matus Santa Cruz

 

 

Crédito de la imagen destacada: Julieta Labatut.