«Una vida oculta», de Terrence Malick: Compromiso con lo sagrado

El filme del enigmático realizador estadounidense —ambientado en la Austria que se encontraba bajo la bota nazi durante los inicios de la Segunda Guerra Mundial— es analizado a través de sus múltiples variantes estéticas, artísticas y aún religiosas, por la mirada llena de matices y de sensibilidad audiovisual, que son ya una característica de nuestro redactor argentino.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 20.2.2020

Hay un viejo relato científico (menos que teoría, lo que lo vuelve más interesante) que dice que la cultura como facultad de autoconocimiento del Hombre le nació de los pies. En efecto: los monos antropomorfos (chimpancés, bonobos, orangutanes, gorilas) tienen una marcha cuadrúpeda con la bípeda como segunda opción, generalmente para generar la sensación de aumento de tamaño e intimidación. Pero, sacando quizás a los bonobos, la marcha bípeda es poco más que una excepción. Hubo una época, sin embargo, donde un grupo de antropomorfos privilegió la marcha bípeda como estrategia evolutiva. Este tipo de marcha llevó el anclaje de los muslos hacia la parte posterior de la cadera (como le pasa a los pingüinos) y fue perdiendo la habilidad prensil del pulgar inferior hasta quedar “la mano posterior” convertida en un pie. Y de hecho, esta línea evolutiva sigue hasta hoy: los tres dedos sobre el eje del cuerpo forman una unidad secundaria respecto de los dos dedos externos del pie que nacen un poco hacia atrás, de modo que la tendencia es a tener dos grandes dedos absorbiendo a los cinco dedos actuales.

La bipedestación, entonces, fue muy positiva ya que centró el progreso neurológico sobre los miembros anteriores: aparecieron las manos propiamente dichas. La mano, a su vez, permitió liberar a la boca de su gran trabajo despedazando trozos de comida y otros objetos, por lo que la musculatura de la boca y la garganta se fue reduciendo. Esta reducción en tamaño y fuerza permitió aumentar el espacio para el desarrollo de la laringe, la disminución en el tamaño de la lengua y un aumento en la complejidad de las cuerdas vocales. Todo esto condimentado con un incremento en la cantidad de conexiones neuronales, terminó dando el lenguaje, y al mismo tiempo, y con él, la autoconciencia. Y con la conciencia del “yo” nace la vida cultural humana que ha permitido el éxito biológico que somos hoy… cuyo valor adaptativo es siempre dudoso. Pero, en este mismo sentido, la Naturaleza no fue ciega con el Hombre. Así, mientras las manos trabajan y tenemos un aspecto de lo humano (el puramente técnico) en el que es posible, con el lenguaje y la autosegregación de la Naturaleza —como consecuencia del yo— crearse un mundo cultural en articulación con los procesos naturales, las manos pueden dejar de trabajar y seguir la verticalidad esencial de lo humano… en pocas palabras: pueden elevarse hacia lo alto por encima de la función nutricia, por encima del nivel de la boca y acercar al hombre al cielo o —lo que no es exactamente lo mismo—, alejarlo del suelo, de su antigua condición terrenal. Dicho de otra forma, las manos nos han alejado de la naturaleza y en su viaje evolutivo hacia lo elevado por sobre nosotros, quieren hacernos volver a ella por otra vía: por la vía de lo sagrado siguiendo la verticalidad natural de aquel experimento zoológico que fue, en un principio, el Hombre.

Hay una verdad oculta para el Hombre que sólo se alcanza elevándose en esa verticalidad hacia los modelos que subyacen a nuestra consciencia… y como todo modelo, éste es absoluto: las cosas del mundo humano son relativas a ese mundo modélico que conocimos desde las antiguas tradiciones arias que invadieron Europa, a través de los ritos órficos a los que nos remiten las alegorías filosóficas griegas y cristianas. Una imagen diurna de lo humano es siempre ascensional, siempre por encima de nuestra verticalidad: allí están los ángeles y los dioses y a ellos eleva el Hombre sus manos y, en general, su disposición a elevarse más allá de sí mismo, de su carnalidad y mortalidad: sus manos alzadas y sus dedos son rayos de un sol nuevo. Los sentimientos simbólicos ascensionales organizan su mundo especialmente por medio de la vigilia (los mellizos Hypnos y Thanatos acompañaban la horizontalidad de los dormidos y los muertos) y, en particular su vigilia moral: estar atento al Bien y distinguir cuando éste cesa. Con el Hombre que se yergue sobre sí mismo hacia los modelos ideales sagrados, se eleva el mundo a su alrededor, a pesar de que existan en simultáneo las fuerzas que lo arrastran al abismo de la existencia. Pero con las manos que producen el fuego aparecen los seres que traen al Hombre el fuego divinal a su vida, que iluminan la noche de la celda que a veces parece injusta y cruel del cuerpo y lo alimentan y le dan calor. Con la salida del sol, se yergue el Hombre y con él su mundo de orden y libertad, así esté al borde de la muerte y encadenado. El que se eleva es su espíritu, su sentido innato de inmortalidad… lo que se eleva en verticalidad es el sentido de lo sagrado.

Este complejo simbólico es una de las formas de abordar la psicología y la filosofía de lo sagrado, que es el conflicto central del filme Una vida oculta de Terrence Malick, realizado en el 2019.

 

«Una vida oculta» (2019), de Terrence Malick

 

Del ser al existir… y existir para ser

Una brizna de hierba mecida por el viento. Nubes traslúcidas que visten montañas. Una tormenta que riega los valles alpinos. La tierra. El trabajo. El cielo. Los tres niveles de lo humano y, al mismo tiempo, los tres niveles del pensamiento simbólico. Se viene y se vive de la tierra. Se la trabaja entregando el cuerpo y cuando suenan las campanas llamando a rezo, la inmovilidad del aire se eleva en oración. En este ambiente de paisajes bellísimos parece quedar escondida la vida de un grupo de granjeros austríacos hasta que estalla la Segunda Guerra Mundial. Basada en hechos reales, Una vida oculta sigue la vida de Franz (August Diehl) y Fani (Valerie Pachner) Jägerstätter, junto a sus tres hijas en un pequeño poblado austríaco. Franz pasa por una breve instrucción militar (donde se relacionan sus espantapájaros con los muñecos de paja para clavar bayonetas) y regresa al poblado a la espera de lo inevitable: la llamada para servir en las filas nazis. ¿Qué esconde Franz? ¿Qué no vemos en él, en su vida, en su árido silencio de campesino? Franz se niega a jurar fidelidad al führer, como paso previo a ser soldado, y ahí comenzó su padecimiento y el de su familia.

Malick construye un relato lento. Para algunos críticos, esa lentitud es enorme… para otros, es un largo remanso de belleza paisajística que le sirve de soporte a la historia. Es larga (180 minutos), pero está lejos —a mi ver— de ser pesada: sus tomas y escenas tienden a ser cortas y a articularse entre ellas como si fueran livianas hojas de un árbol, pero no de manera aleatoria sino formando una matriz clara: él se debe a la vida, no a la muerte siguiendo el principio vital y animista de Epicuro. La vida es sagrada para sí misma, por eso quiere seguir viviendo, quiere seguir significando. Cuando se abandona lo sagrado en la vida, el Universo se vuelve una piedra sin sentido y el alma se convierte en un pozo sin fondo que la espera en su caer. La vida de Franz no valía por él, sino que valía por ella y él la respetaba, hasta el punto de poner en riesgo su vida por respeto a la vida. La vida lo había elevado por sobre la tierra y lo que de ella crecía —y a las montañas y al cielo se elevaba— era lo único a lo que él se debía, y el vehículo para llegar a su origen es el amor de su familia. Gracias a la tierra y su vida, él abandona su potencialidad y se vuelve en alguien que trabaja, que modifica, que transforma. Abandona el ser y empieza a existir, y en la existencia están al mismo tiempo el sacrificio y la recompensa: los juegos con sus hijas, el amor que siente y que recibe. Y cuando le piden que abandone su principio existencial, un sermón en la Iglesia del pueblo explica la estructura final de su conflicto: “…debemos ser fuertes y resistir: no importa cuán fuerte golpee el martillo, el yunque no puede, no necesita devolver el golpe…”.

Conocimiento. Fe para disolver ese conocimiento viendo lo que no se ve y Sabiduría para superar la Fe con la Verdad. Y la Sabiduría de Franz es directamente acción moral: nada de entregar contribuciones al Partido, nada de jurar fidelidades a quienes son iguales: el mundo natural, desnudo, sin ideologías, es el yunque sobre el que Franz se afirma y que Malick se encarga de exhibir a través de una excelente paisajística cinematográfica (con una más que obvia condescendencia por parte del paisaje en sí). La actitud de Franz es elevarse por sobre él mismo, más allá de sus límites morales: alcanza lo sagrado, una idea de Verdad que se le hace vida y por eso es capaz de dejarse matar con tal de no morir. Porque la negativa al juramento nazi le vale a Franz la detención. Su mujer le propone huir y esconderse en el bosque y, de hecho, ella descubre en estado casi animal, a un hombre que había tomado esa opción. Franz no cede. Su abogado tiene el papel que, con sólo firmar y jurar fidelidad a Hitler, lo disculparía y podría volver a su casa, pero no tiene éxito.

Mientras tanto, en su hogar, en su villorio, Fani y su hermana llevan adelante solas las actividades de la granja ante el hostigamiento de la mayoría de los vecinos y las arengas del alcalde que funge como “puntero” político. El espectador espera que Franz ceda, pero su negativa se mantiene a pesar de todas las bajezas a las que es sometido. Sigue más allá de las imágenes que adornan los techos y muros, de los dorados y esculturas sufrientes en la iglesia que frecuentaba. Y en la cárcel, lo cubre el nuevo dosel de otra iglesia de dolor y de muerte. Es otra la iglesia, pero él también es otro. No se defiende. Así como aceptaba el trabajo, la lluvia y la nieve en su granja, así aceptó ser el yunque del martillo nazi. El mundo todo se le hizo iglesia y —como le dice un compañero de la cárcel: “…una vez que tu cabeza rueda lejos por el suelo, tus manos aún esposadas la toman y te la colocas de nuevo y abres los ojos y las cadenas ya no están más…”. Franz no es un héroe: en sus oraciones le pide a Dios fuerza y orientación, pero cuando el verdugo (disfrazado de elegancia diabólica) se pasea por el patio de la cárcel como buscando víctimas, mientras todos se ponen a sus espaldas, Franz se preocupa de quedar frente a él. Así, si algo hay de heroicidad en su debilidad, es en la decisión de poder alzarse sobre el Hombre: emerger de la tierra, sobre sus pies y allá en lo alto, la cabeza que el verdugo cortará… pero que le permite acceder a su verticalidad trascendental, consustanciándose con lo sagrado que vive en él y que abarca a la Naturaleza y al Hombre y su amor. Sacrifica todo lo que ama por el Amor que a todos ama…

Y así transcurrimos por una historia dispersa en lo formal, llena de hermosas imágenes y con una propuesta moral seria, dura y tajante… y mientras recordamos al pintor comentando que todos los que ven sus pinturas juran que si vivieran en la época del Cristo no lo crucificarían, Malick nos recuerda el reconocimiento de George Eliot a aquellos ignotos que vivieron vidas escondidas de la Historia y que cimentaron con sus pequeñas fortalezas y sabidurías nuestra vida cotidiana de hoy.

 

También puedes leer:

—Una vida oculta: Sacrificios silenciosos.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Una vida oculta, de Terrence Malick (2019).