[Crónica] Juicio estético, expectativa y vanidad autoral

¿A quién tendría que reclamar Miguel de Cervantes y Saavedra por las flagrantes omisiones de los estetas paniaguados de su tiempo? A nadie, por cierto. Y es aquí, precisamente, donde radica la grandeza de su obra: en el silencio cómplice y menesteroso de los inadvertidos de su tiempo, y en la gloria de su pervivencia.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 1.2.2024

Para mi amigo, Jorge Carrasco, poeta y escritor.

Quien escribe, quien pinta, quien esculpe, quien compone música, la interpreta o la canta, difícilmente puede prescindir del prurito autorreferente y de la pretensión de aplauso y beneplácito por su arte.

Partamos de aquí, enfrentándonos también al tópico de la falsa modestia (Jorge Luis Borges), y a casos excepcionales de auténtica humildad: el Maestro Mateo, artífice de la catedral de Santiago de Compostela, que culmina la excelsitud de su obra prerrenacentista, exhibiendo bajo el pórtico del templo una pequeña figura de piedra, contrahecha y fea, que representa su propia efigie, su ser miserable, dando a entender —según presupuesto medieval— que la magnificencia de aquella obra es sólo atribuible a Dios.

También el novelista Juan Rulfo, quizá el mejor de toda una generación de superdotados narradores —según el propio Borges—, ajeno a toda exhibición o siquiera resonancia social o trato mínimo con pares de oficio, parco y reconcentrado, opuesto en ello a los pintiparados triunfadores del famoso boom latinoamericano. Dos ejemplos separados por más de siete siglos.

Con el Renacimiento, ya lo sabemos —Dante Alighieri el primero—, el autor asume su exclusiva categoría universal y se propone como artífice y merecedor de su propio talento, con nombre, apellido y prosapia. Quien no haya recibido de Fortuna los pergaminos adicionales de nobleza o poder pecuniario, recurrirá a la búsqueda de blasones perdidos en su ascendencia remota.

El Siglo de Oro español nos mostrará una galería de ilustres de las artes, cuyos miembros compiten en vanidad y autoestima exacerbada, en ambición de gloria póstuma y fortuna inmediata; entre ellos, Lope de Vega: «de orígenes humildes, uno de los más grandes representantes de nuestro Siglo de Oro, tuvo una vida enormemente agitada y repleta de lances amorosos. Con todo, su producción literaria fue enorme. De hecho, está considerado uno de los autores más prolíficos en géneros como la novela y la poesía. Su obra trascendió a su muerte, y clásicos como Fuenteovejuna o Peribáñez y el comendador de Ocaña, dos de las más representativas del genial poeta, fueron llevadas a los escenarios y representadas en multitud de ocasiones».

Pese a su carácter y profesión de sacerdote católico (o quizá por ello mismo, en tiempos de la Iglesia imperial y de su brazo censor, la Santa Inquisición), Lope hizo gala, como ninguno, del pecado de vanidad, revistiéndose de un boato canónico y estético que le llevaría a autoproclamarse «Príncipe de los Ingenios».

Como superior dignatario de la Santa Hermandad, en pleno auge de poderío, Lope de Vega ejerció también de juez estético, descalificando al mismísimo Cervantes, a quien llamó «poeta mediocre». Llegó al extremo de gestar, junto a otros hermanos secuaces, la escritura de El Quijote de Avellaneda, engendro concebido para destruir el maravilloso libro del moro Cide Hamete Benengeli, declarándolo herético, disociador y dislocado.

 

La conciencia personal de su entrega al oficio

Miguel, Manco de Lepanto, acreedor de «la Mancha sefardita», por su inexcusable ascendencia judaica, murió sin aquilatar la grandeza creativa y estética de su insuperable novela, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Dos semanas antes de su muerte, en plañidera carta al conde de Lemos, ponía las últimas fichas de su infortunio a la apuesta por Los trabajos de Persiles y Sigismunda, obra de edición póstuma que supuso la más grande de todas cuantas se habían escrito hasta entonces.

La posteridad, encarnada en lectores (el único juicio válido), académicos, hermeneutas, exegetas, estructuralistas, psicoanalistas literarios, etcétera, archivarían esa novela, difícil de leer y escasamente lograda, en las catacumbas canónicas de la literatura, consagrando, sin oposiciones, la historia inmortal del Caballero de la Triste Figura, el libro con más ediciones universales después de la Biblia.

No supo de este magnífico y rotundo triunfo el honorable cautivo de Argel. Aunque sí conoció, en el crepúsculo de sus días, el relativo éxito de Don Quijote y un milésimo de la fortuna sin par de sus aventuras narradas.

¿A quién tendría que reclamar Cervantes y Saavedra por las flagrantes omisiones de los estetas paniaguados de su tiempo? A nadie, por cierto. Y es aquí, precisamente, donde radica la grandeza de su obra: en el silencio cómplice y menesteroso de los inadvertidos de su tiempo, y en la gloria de su pervivencia.

La obra literaria —salvo para el mercado cultural— no requiere de validaciones académicas, corporativas o mediáticas. La obra de arte tiene su tiempo, como las frutas del verano, como el amor, como la sombra de los grandes árboles. No son necesarios ni el aplauso ni los galardones para el proceso creativo.

Miguel de Cervantes, como artista creador de su época, aspiró también al reconocimiento de sus pares y al bienestar económico que no conoció en su infancia ni en su juventud, que advino, en modesto grado, en los días de su vejez, ya enfermo de hidropesía, cuando dedica su acariciado Persiles:

«Puesto ya el pie en el estribo,/ con las ansias de la muerte,/ gran señor, ésta te escribo/. Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir. ¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos! Que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida».

Si no hubo para el individuo autor, consuelo terrenal posible, sí existió esa compensación trascendente de la fama, en la que creyó Cervantes como premio justiciero. Nosotros podemos confirmárselo, cada vez que repasamos los avatares de Don Quijote y de Sancho, para acercarnos a los enigmas de la condición humana, hacemos justicia a la memoria de su autor. ¿Qué otro premio conlleva la gran literatura?

Y si, con el transcurrir de la vida, no hay compensación alguna, tampoco importa. La única gratificación válida, para un escritor, es la conciencia personal de su entrega al oficio, como para el amante lo es la sonrisa de la amada, o la ilusión de esa sonrisa: Dulcinea. Lo demás, es paja muerta.

 

 

 

 

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Edmundo Moure Rojas (1941) es un escritor, poeta y cronista, que asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano.

Además fue el gestor y el fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile (Usach), casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Sus últimos títulos puestos en circulación son el volumen de crónicas Memorias transeúntes y la novela Dos vidas para Micaela.

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: Estatua de Miguel de Cervantes en el Alcázar de San Juan (Ciudad Real, España).