[Ensayo] «Delicatessen»: Esa delicada joya cinematográfica

En esta obra maestra de los realizadores franceses Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro, aparecen lo ridículo, lo extraño, lo cómico, lo estrambótico, lo repugnante y hasta la esperanza del bien y del amor —como engranajes de la maquinaria onírica y en movimiento— que es el arte audiovisual.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 6.10.2023

Decía Giovanni Pico della Mirandola, el pensador italiano de la segunda mitad del siglo XV, que las cosas tienen como una especie de pre/tensión a existir que es la que los hace perceptibles a nuestros sentidos… esta lapicera, aquel libro, la luna o la estrella “quieren” expresarse a partir de una tensión interna que los hace externos a sus seres íntimos, es decir: existentes.

Más allá del origen de esa especie de fuerza expansiva que vuelve extenso y real al Universo —que muy bien podía ser tomado como «Dios»— es interesante ver que también se aplica el mismo principio a los organismos vivos, pero donde las consecuencias serán diferentes.

La naturaleza de los seres vivos los lleva a una mecánica especial: aprovecharse de materiales extraños a su naturaleza para poder expresarse: en las plantas verdes, aprovechar la luz del sol, y más arriba en la escala biológica, ya comenzamos a depender de la fuerza existencial «almacenada» en otros organismos vivos: necesitamos comer, en pocas palabras.

Y para que la vida de los comidos se convierta en nuestra propia vida debemos antes matar y para llegar a ese extremo paradójico —cancelar la existencia para asegurar la existencia— se requiere una movilidad propia, una pre/tensión extra, nueva y diferente a la de las cosas sin vida: el hambre.

A diferencia de las máquinas, que cuanta más energía tienen más intensamente tienden a andar, los seres vivos apenas satisfacen la necesidad de combustible se duermen una buena siesta, se aletargan. En los seres vivos que sienten hambre, éste los moviliza cada vez más, haciendo que, en definitiva, cuanta menos energía tengan, más movilidad adquieran, y entonces salen a cazar.

El hambre, la tensión interna de esos engranajes biológicos que son los seres vivos, es el tema central de Delicatessen, la película que nos convoca, filmada en 1991 por Marc Caro y Jean-Pierre Jeunet.

 

Una forma de extraña belleza

Jeunet, más recordado por sus trabajos posteriores a su incursión en el cine con Delicatessen, tales como Amélie de 2001; Largo domingo de noviazgo (2004) y Micmacs (2009), nos introduce en un mundo muy original, un verdadero cine de autor, no quizás tanto en lo narrativo como en su empuje visual y fuerza plástica, y bien cinematográfico antes que literario.

Cuenta Jeunet que la idea surgió de una época en la que vivió con su novia en un departamento sobre una carnicería y que todas las mañanas a las 7 comenzaba la música de cuchillos y hachas afilándose, y ella se encargó de adicionarle el toque de morbo: «se está comiendo a los vecinos y los próximos seremos nosotros…».

Delicatessen es difícil de clasificar: tiene un toque de distopía que es casi de ciencia ficción: algo pasó en la gran ciudad y, seguramente, en el mundo, sin embargo, lo más que la cámara se aleja del escenario principal de la historia es para mostrar edificios entre sombras y en ruinas, en una breve contextualización que atenaza a los personajes a la historia, (amén del siniestro cartero que trae malas noticias de la gran ciudad) aunque nunca sabremos a ciencia cierta qué fue lo que pasó.

Pronto apreciamos que las ruinas son también ruinas humanas, lo que lo aleja de lo puramente fantástico para ser intimista, humanista y también romántica con severos toques de terror, suspenso y humor. La combinación de Caro, que venía del mundo del cómic y Jeunet, que se había iniciado en videoclips, se combinan en esta pieza de relojería que no deja resquicio alguno en su desarrollo que no sea cine con destino de culto antes que de masas agolpadas en cines o buscándolas en streamings.

Tiene una atmósfera virada a un estridente amarillo que forma parte de la tensión narrativa general de la obra. Pronto nos damos cuenta que la carnicería «Delicatessen» es una trampa a la que acuden los incautos que buscan alojamiento o trabajo en el edificio donde funciona el negocio. Y la trampa consiste, simplemente, en el canibalismo.

Más allá de los trozos de carne que los moradores de la siniestra casa intercambian por granos (maíz, trigo, lentejas, habas, etcétera), el resto del morbo lo tiene que poner el espectador, aunque el personaje del carnicero Clapet (Jean-Claude Dreyfus) ayuda mucho en tal sentido con sus ojos desorbitados y su bocaza que ríe o grita.

La ambientación está, como observó un crítico, preparada para una cinta de stop and motion: el colorido y los detalles convierten a todo en un escenario que recuerda a una casa de muñecas.

De hecho, las irregularidades en la percepción de los espacios de acción atrapan al espectador en los tiempos del argumento. Los lazos afectivos que rápidamente se instalan entre los personajes y el espectador, permiten articular con facilidad el desarrollo de la trama, en pocas palabras: se hace entretenida y se ansía la emergencia de la situación siguiente.

La angulación, desplazamientos y planos rescatan la subjetividad de los personajes para que lleguen con profundidad al espectador en el marco del guion y por la vía de los afectos y repulsiones la historia se va hilando a sí misma en cómoda armonía.

Mientras, el movimiento de la cámara y la tensión —por el tiempo de los planos— van construyendo el conjunto, la psicología propia del ambiente general se abre espacio rápida y eficazmente. Desde el inicio, la cámara nunca se compromete con lo que nos muestra: es inhumana, su «consciencia» como cámara —en el sentido que le da Deleuze al término—, es como la de un ratón invisible que visita a los personajes de la casa: también animales.

Eso vuelve a la cámara meramente descriptiva sin favoritismos morales, dejando a la consciencia del espectador libre para construir el andamiaje moral desde su asiento.

Jeunet no frecuenta el encuadre normal —con reminiscencias de video clips—: el picado y el contrapicado, el travelling ascendente hasta el plano americano y otros recursos plásticos y coreográficos van construyendo el alma del filme, aunque paradójicamente, la cámara, en su vocación observacional, acecha como mudo e invisible cómplice de la conciencia de los personajes: desde el brutal carnicero hasta la triste, frágil y frustrada suicida.

Los colores de ropas y muebles —como dijimos, virados a diferentes amarillos—, trabajan en consuno con tenebristas claroscuros. A su vez, los planos detalle insinúan respuestas o preguntas a medida que la trama avanza y el conjunto es como lo que se espera de un creador: que elabore —como en un sueño— un mundo propio que funciona naturalmente de ese modo, que es realmente así y que olvida al mundo con el que nos encontraremos al terminar la película, como cuando nos despertamos súbitamente de un sueño.

El cine está dotado de una gramática propia (ni el mundo real ni el mundo creativo pueden salirse de la exigencia de una gramática) que es lo que Lipovetsky llamaba el «enfoque global»: la realidad artística de la película se debe articular con la realidad diaria no sólo por la semejanza simbólica o alegórica o meramente formal, sino también por la ausencia de tales vínculos.

Así, en Delicatessen estamos más cerca de esta segunda posición: aparece lo ridículo, lo extraño, lo cómico, lo estrambótico, lo repugnante y hasta la esperanza del bien y del amor como engranes de la maquinaria onírica del cine.

Y el vehículo para esta esperanza es una forma de belleza extraña que engendran Caro y Jeunet entre filtros, sonidos, contrastes, luces y sombras, enfoques y desenfoques. Cine entendido cabalmente como tal.

 

La inocencia del mundo

No es difícil encontrar la moraleja de Delicatessen. La llegada del payaso Louison (Dominque Pinon) y su enlace sentimental con la hija del carnicero, la cellista Julie —Marie Laure Dougnac— inicia una especie de estratificación moral y espiritual. Ellos dos inauguran una capa superior y es desde allí que aparece el nivel inferior de los trogloditas: seres que rechazan el régimen más cruel que se vive en la superficie.

Con trajes negros de buzos y luces portátiles, viviendo en los desagües, entre cañerías, oscuridad y agua, los trogloditas cumplen un rol que recuerda al de la resistencia francesa de la Segunda Guerra Mundial. Espían al mundo desde las alcantarillas y son Louison y Julie quienes establecen una estrategia de enlace entre ambos niveles para intentar asfixiar al poder caníbal dominante.

Ver la bondad de origen del Hombre, acerca a Delicatessen a las ideas de Rousseau: el ser humano «es el buen salvaje» que, asimilando al amor de Louison y Julie, alcanzarán el poder salvador de lo esencial humano. Tal salvación se logra cuando lo salvaje se «abuena» alrededor del amor. La gran heroína, Julie, es la agente activa, física de ese amor, mientras que el payaso es el ideal inerme que debe protegerse.

Sobre el final, el agua —que había estado presente de un modo u otro a lo largo de todo el filme— termina siendo la gran protagonista de la catarsis. Lejos del agua de A. Tarkovski —que contiene a lo real—, aquí el agua es purgativa.

Y no sólo lo limpia todo: también simboliza la inocencia del escenario del mundo y el poder estabilizador de esa inocencia. Es un agua creadora: la lluvia acompañará a esas armonía e inocencia finales que de la higiene moral nacerán.

Acompañará y cobijará como paraguas a los niños, a Louison y su serrucho musical y a Julie y a su cello, y a nosotros y a la sonrisa que habrá volado espontáneamente de nuestros labios.

 

 

 

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Tráiler:

 

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras.

Pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo, y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban.

La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno. La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía.

Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social.

La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma.

He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.