[Ensayo] «La tentación de existir»: La potencia de Emil Cioran

El tercero de sus libros escrito en francés —reeditado recientemente por Taurus—, con las clásicas traducciones del filósofo español y amigo cercano del autor, Fernando Savater, es quizás el volumen donde sus temas preferidos y la impronta de su estilo —que alterna párrafos largos y complejos, con pequeños aforismos fulminantes—, alcanzan su madurez.

Por Alfonso Matus Santa Cruz

Publicado el 7.10.2023

Una pequeña luz oscura y radiante se nos presenta al cerrar los ojos al mundo. Casi siempre asediados por el viento de las circunstancias nuestro último refugio es la comarca del pensamiento, ese discurso mudo que oscila entre la banalidad de los furores aleatorios y los susurros de alguna voz que podrían ser el espíritu o algo que habla a través nuestro.

El silencio, compañero de los pensadores, de los místicos y poetas que no solo se dedican a contraatacar el mundo, a describir la experiencia directa o hacerse súbditos de discursos colectivos guiados por la impostura o el deseo se ser aceptados por ese hermano brumoso que es el lector o el público mayor, si es que aún hay algo así en este territorio desierto de debates culturales; el silencio, y sus voces, a veces arden y crean formas que el verbo descubre mediante ciertas plumas selectas.

Así, es la tarea del estilo, pero no el estilo por el estilo, lo que sería la poesía, como apunta Baricco, sino el estilo que amansa a la lucidez hasta fusionarse a ella. Son pocos los escritores en quienes podemos presenciar esa ecuación de estilo + lucidez en una forma tan depurada y violenta, tan avasalladoramente hermosa e inquietante, como ocurre en la prosa de Emil Cioran (1911 – 1995), ese místico que no cree en nada, para parafrasear una frase de Flaubert que hizo suya. Basta con pasear la vista por los títulos de sus libros para asomarse al abismo de su pesimismo que posee el resplandor y el filo oscuro de la obsidiana.

Libros como su ópera prima en francés, Breviario de podredumbre, o uno de sus más leídos: Silogismos de la amargura, invitan solo a los valientes capaces de inmolar su valentía y afrontar la nada que se esconde detrás de toda máscara.

De nacimiento rumano, apátrida por elección, se instaló en París a fines de los 30 y adoptó definitivamente la lengua francesa que llevó a cotas de una desesperación y belleza propias de un exiliado en la Tierra, alguien que observaba los horrores de la Segunda Guerra Mundial y la debacle de Occidente con una lucidez luciferina, aventado por los venenos del insomnio y el exceso de lecturas.

Volver a Cioran no es nada fácil si uno anda con el estómago suelto o pasa por las cada vez más corrientes crisis existenciales, pero es siempre un redescubrimiento y una exploración apasionante de las geografías vertiginosas de su pensamiento y su estilo inimitable, heredero de Schopenhauer o Nietzsche, pero cargado con la idiosincrasia de los pocos escritores que en verdad tenían algo que decir, de los que piensan casi por necesidad, como se respira o se sopesa el suicidio bajo el calor de un sol apabullante.

El tercero de sus libros escrito en francés, La tentación de existir, reeditado recientemente por Taurus, con las clásicas traducciones del filósofo español y amigo cercano de Cioran, Fernando Savater, es quizás el volumen en que su potencia, sus temas preferidos y la impronta de su estilo, alternando párrafos largos y complejos con pequeños aforismos fulminantes, alcanzan su madurez. Un texto por naturaleza imposible de definir o de acotar.

Compuesto por distintas secciones que abordan los destinos del pueblo español y el ruso, la larga decadencia del primero y la pujanza ambiciosa e ingenua del último; la incurable naturaleza de la civilización occidental; la necesidad de pensar contra uno mismo o el éxodo inacabable y perspicaz de los judíos, su abordaje es siempre un ejercicio de furor y de lucidez impenitente, entregando diagnósticos casi insoportables de las enfermedades crónicas de la cultura en la que está inserto, pero que a la vez observa con la lejanía de los isleños, con la falta de compromiso total de quien comercia con el espíritu y la nada, no con el tiempo y sus hijos, pese a que le fascine hablar de ellos.

 

Atisbar un refilón de luz

Durante sus primeros años en Francia, Cioran pasó su época más activa recorriendo el país en bicicleta y deteniéndose a fumar, acostado sobre la hierba, entre las tumbas de pequeños cementerios rurales. Esa confidencia que hizo en alguna entrevista nos da una imagen del hombre que en su juventud rumana ocupaba su tiempo en burdeles y bibliotecas.

Tiempo en el que cae, como todos nosotros, cuya conciencia es la prisión que trata de desmantelar a punta de pura tozudez mental, pero sin buscar salida alguna, sin proponer soluciones a los problemas innumerables que implica respirar y habitar en la sociedad secular.

Después de los fanatismos de juventud en que coqueteó con el nazismo, en que creyó en algo con sus hormonas y la fiebre juvenil, Cioran desembocó en los continentes del desengaño. Amparado por la insidiosa bendición del insomnio y su condición de eterno estudiante de la Sorbona, que le permitía vivir con modestia como inquilino, la lengua francesa y la ironía más feroz le otorgaron la aventura que le permitió perseverar: la escritura y la creación de un estilo dispuesto a cantar las ruinas y los ejercicios del vértigo.

Es en la escritura alucinada de tanto exprimir pensamientos, durante noches en que nada comienza y nada acaba, en que el tiempo desaparece para ser pura permanencia, donde encuentra su residencia:

En la vida del espíritu llega un momento en el que la escritura, erigiéndose en principio autónomo, se convierte en destino. Entonces es cuando el Verbo, tanto en las especulaciones filosóficas como en las producciones literarias, revela su vigor y su nada.

Como otros escritores que trocaron su lengua —pienso en Wilcock o el también amigo de Cioran, Samuel Beckett—, la operación lo ayudó a curarse de su pasado y a convertirse en otro. Un atajo efectivo para inmolar cualquier sentido de identidad y dialogar, el alma rasa siempre incómoda en el cuerpo, con ese fondo de silencio que puede o no ser habitado por Dios.

Y es que, pese a ser aliado del escepticismo, Cioran nunca dejó de fascinarse por los místicos, por la violencia sagrada del Antiguo Testamento y los flagelos de la vía ascética, por el orgullo encumbrado de esos atletas del desierto, capaces de someter sus carnes a todas las penurias con tal de atisbar un refilón de luz que no sea de este mundo.

 

Una prosa que es un delirio de la lucidez

Enemigo elocuente de los sistemas filosóficos, esa ambición de absolutismo, de la ansiedad de originalidad y de la ficción más encarnizada, más deseosa de pasar por realidad, la historia, el pensador apátrida es consciente de la imposibilidad de habitar el presente catastrófico de Occidente durante el siglo XX, problema que no hace más que crecer y acomplejarse con las capas de enajenación virtual y la dictadura de la inmediatez:

Es nuestro sarcasmo lo que da vida a nuestras teorías, tal como a nuestras actitudes. Y este sarcasmo, en la raíz de nuestra vitalidad, explica por qué avanzamos disociados de nuestros propios pasos. Todo clasicismo encuentra sus leyes en sí mismo y se atiene a ellas: vive en un presente sin historia, en tanto que nosotros vivimos en una historia que nos impide tener un presente.

De este modo, no solo nuestro estilo, sino incluso nuestro tiempo está roto. No hemos podido romperlo sin romper, paralelamente, nuestro pensamiento: en perpetua querella consigo mismas, prestas a abolirse unas a otras, a volar en pedazos, nuestras ideas se desmenuzan como nuestro tiempo.

Partidario ferviente del vacío y de la lejanía, Cioran es también enemigo de la novela, pese a reconocerse hijo de ella, como todos en nuestro tiempo despojado de metafísica, asfixiado de tanto afán histórico, de tanta avidez de poder provisorio.

Eso no quita que sea un amante de Dostoievski y que dedique una sección al arte de la novela en que el ataque furibundo al género convive con el elogio matizado y el reconocimiento de las bondades de algunos de esos libros bosque en los que es posible caer del tiempo a una dimensión ficticia que es lo más parecido a otro universo.

Acompañado de los muertos que arremetieron contra el mundo y cultivaron otras formas de lucidez, desde el poeta griego Teognis y el emperador Tiberio, hasta Shakespeare, Voltaire, Swift y Gógol, Cioran también se afana en arremeter contra paladines de la exageración como san Pablo y Lutero. Siempre oscilando entre las pasiones y el odio como performance estilística, la imprecación como forma arte, nunca cediendo a la tibieza, nunca renunciando a acometer los fantasmas de su insomnio.

Refinando hasta la transparencia sus formas de autocrítica y cinismo, su capacidad de reírse de la inutilidad de sus esfuerzos, de su verbo espléndido y sin embargo destinado al fracaso (como todos los productos de la palabra), Cioran nos entrega un tónico vigorizante para el espíritu. Paradoja fascinante la de su negatividad tan profunda y tan vital, su prosa es un constante delirio de la lucidez, un fuego que nos enciende y arrulla en nuestra soledad.

 

 

 

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Alfonso Matus Santa Cruz (1995) es un poeta y escritor autodidacta, que después de egresar de la Scuola Italiana Vittorio Montiglio de Santiago incursionó en las carreras de sociología y de filosofía en la Universidad de Chile, para luego viajar por el cono sur desempeñando diversos oficios, entre los cuales destacan el de garzón, el de barista y el de brigadista forestal.

Actualmente reside en la ciudad Puerto Varas, y acaba de publicar su primer poemario, titulado Tallar silencios (Notebook Poiesis, 2021). Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

«La tentación de existir», de E. M. Cioran (Taurus, 2023)

 

 

 

Alfonso Matus Santa Cruz

 

 

Imagen destacada: E. M. Cioran en 1982.