[Ensayo] «La invención de Morel»: El enamoramiento propio de un solitario acumulado

La ópera prima del desaparecido escritor argentino Adolfo Bioy Casares —publicada en 1940— simboliza el estudio literario de la realidad y del concepto de imagen, expresado a través de una historia que utiliza el tópico del amor imposible a fin de desplegar sus supuestos argumentales.

Por Sergio Inestrosa

Publicado el 24.5.2021

Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires 1914 – 1999) no es un escritor muy leído, y tal vez deba su fama a su amistad con Jorge Luis Borges, quien además lo estimaba mucho, y a su matrimonio con la escritora Silvina Ocampo, una mujer de envidiable posición económica y social y con una notable influencia cultural en Argentina, especialmente en la revista Sur, fundada por su hermana Victoria.

No hace falta recordarle al lector que la revista Sur fue un espacio de difusión no solo literaria sino cultural de primer orden en el mundo hispánico durante el siglo XX.

La novela La invención de Morel, fue publicada en 1940 en Buenos Aires. Los críticos la definen como una obra de literatura fantástica y puede que lo sea. En el prólogo Jorge Luis Borges afirma: “He leído y discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta”.

La novela que se desarrolla en una isla deshabitada, tiene como protagonista a un condenado a cadena perpetua y que se ha logrado fugar y llegar a una isla, al parecer la isla de Villings, del Archipiélago de las Ellises.

El mismo fugitivo es el narrador y protagonista de la historia, por ello la narración está hecha en primera persona.

 

Quererse sin hablar

La voz narrativa relata los acontecimientos que van teniendo lugar en la isla donde se oculta, gracias a la ayuda de un comerciante italiano en Calcuta, quien le sugirió este lugar como el único en que se podía esconder, pero le advierte que en ese lugar no se vive, pues es foco de una misteriosa enfermedad. El mismo negociante, lo ayuda a lograr escapar hacia la isla.

El hombre lleva en la isla una centena de noches, cuando descubre gente que ha llegado a interrumpir su vida de Robinson Crusoe, él los observa desde el pantano y descarta que sean una mera alucinación.

Después hace una descripción más o menos detallada del lugar. La forma de la narración de las construcciones, me recuerdan el cuento de Borges, “Las ruinas circulares” que es de la misma época (1940).

El narrador especula que la fecha de construcción de los sótanos, fue en 1924 y se pregunta: «¿Qué bombardeos temían quienes construyeron el lugar?».

Durante varios días ve a una mujer con una pañoleta de colores atada a la cabeza y afirma que esa figura le ha dado una esperanza y él debe temer las esperanzas. Después nos revela de qué esperanza se trata, esperanza, que por otra parte, es fácilmente previsible.

Posteriormente, la mujer ya le resulta imprescindible y confiesa estar enamorado, “mi enamoramiento propio de solitario acumulado”.

El narrador y protagonista, después de haber visto a la mujer, ve solo tres posibles caminos para él: la compañía de la mujer, la soledad, «(o sea la muerte en que pasé los últimos años, imposible después de haber contemplado a la mujer), la horrorosa justicia».

Unas páginas más adelante confiesa que: “Es ya molesto cómo quiero a esa mujer (y ridículo: no hemos hablado ni una vez)”.

 

Para grabar la vida entera

Poco a poco, la narración del diálogo entre Faustine (así se llama la mujer) y Morel, el hombre que la ha acompañado las últimas veces, se va volviendo repetitiva y el lector puede empezar a pensar que se trata de meras proyecciones, por ello F. no ve al protagonista cuando este se le presenta, ni mientras le construye un ridículo jardín con una frase aún más ridícula.

Después en una visita que hace a lo que él llama el museo descubre que no hay nadie y que nunca había habido nadie.

Inmediatamente ve la luz encendida en la parte de arriba de la construcción y observa a dos hombres, y después un tercero los llamó a comer. Luego el sirviente hace sonar el gong. Pero inmediatamente el protagonista razona que hace quince minutos no había nadie y que con esa tormenta no podría haber atracado un bote.

Entonces, sube y ve a Faustine y a Morel que le habla de la inmortalidad.

El protagonista es consciente de que está escribiendo un informe para unos potenciales lectores, y esto se verá aún más claro en el último párrafo de la novela.

Ante el hecho de que los visitantes no lo ven, ni lo oyen, el protagonista aventura diversas interpretaciones. Que le proveen una consistente euforia.

En realidad, la novela se vuelve un largo prólogo para dar a conocer una declaración de Morel una noche en que hizo que todos estuvieran presentes; entonces les reveló la verdad, leyéndoles de unas hojas que tenía consigo y que el narrador incluye en este informe (el viejo truco literario de referir algo encontrado, que le pertenece a otro) esas páginas que detalla el invento del protagonista.

Y he aquí parte de la declaración: “Mi abuso consiste en haberlos fotografiado sin autorización. Es claro que no es una fotografía como todas; es mi último invento. Nosotros viviremos en esa fotografía, siempre. Imagínense un escenario en que se representa completamente nuestra vida en estos siete días. Nosotros representamos. Todos nuestros actos han quedado grabados”.

El aparato es una maquina que graba la vida entera, con todos los sentidos.

 

Una máquina que hace surgir el alma

Y lo interesante de esta máquina según Morel es hacer surgir el alma.

Al final vemos que Morel inventó un artefacto para perpetuar las imágenes de la gente que llevó a la isla, una estructura que proyecta un holograma colectivo, una grabación de las vidas de los visitantes.

Buscando entender la lógica de las máquinas inventadas por el científico, el fugitivo se encuentra con que está encerrado en el cuarto donde él mismo abrió un hueco en la pared (ahora cerrado), lo que en un primer momento lo lleva a pensar que se encuentra en un lugar encantado.

Pero después se da cuenta que el lugar también es una proyección de la máquina como lo son las personas, de modo que para salir de allí necesita parar los artefactos para que cese la proyección.

Finalmente el protagonista consigue salir y encuentra planos de las máquinas. El mismo prueba a hacer una grabación, primero con flores, hojas, moscas y ranas y las ve aparecer, exactas; sin embargo, por un descuido filma su propia mano.

Poco después ve que se le ha caído un poco de piel y esto lo inquieta, pero al mismo tiempo le revela el misterio; la gente que fue filmada está muerta.

El protagonista, recuerda que ciertos pueblos primitivos sienten horror a ser fotografiados porque creen que al formarse la imagen de una persona el alma pasa a la imagen y la persona muere. Así que es fácil pensar que si las imágenes que Morel filmó tienen alma, los emisores han de perderla al ser captados por los aparatos. Eso significa que Faustine ha muerto y que él no existe para la imagen de la mujer que ama.

Por ello mismo decide filmarse, insertarse en la semana filmada por Morel y aparecer junto a Faustine, que parezca que le habla, que interactúan.

Al final del relato, pide a quien encuentre su informe que encuentre la manera de inventar una máquina que reúna las presencias disgregadas: «Búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso”-

La novela es corta, apenas tiene algo más de 100 páginas, en la edición de bolsillo de la editorial Alianza Emecé que estoy leyendo.

Además, la obra tiene notas a pie de página que ha insertado el supuesto editor, este truco también es común en los cuentos de Borges; y hablando de Borges, debo anotar que Bioy Casares le dedicó la novela a su amigo.

 

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Sergio Inestrosa (San Salvador, 1957) es escritor y profesor de español y de asuntos latinoamericanos en el Endicott College, Beverly, de Massachusetts, Estados Unidos, además de redactor permanente y miembro del comité editorial del Diario Cine y Literatura.

 

«La invención de Morel», de Adolfo Bioy Casares (Alianza Editorial, 2012)

 

 

Sergio Inestrosa

 

 

Crédito de la imagen destacada: Héctor Atilio Carballo.