[Ensayo] «Medea»: Pier Paolo Pasolini y la mujer sagrada

Este filme de 1969, protagonizado por la mítica soprano griega María Callas, y basado en la tragedia escrita por Eurípides en la antigüedad clásica, marcó un punto de inflexión dentro de la trayectoria creativa del multifacético realizador italiano, en su especial búsqueda artística a través del género cinematográfico.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 13.1.2021

Medea —filme de 1969— es una obra difícil para cualquier crítico de cine y la prueba de ello es la serie de fervientes argumentaciones a favor y en contra de este título que se encuentran en diferentes publicaciones.

Es una obra flaca, cuya magrura reside en la economía visual, en los rostros y ropas de los personajes, en las locaciones, siempre sedientas, siempre polvorientas.

Pero al mismo tiempo, es una obra penetrante, intensa, estridente, donde conviene aclarar un par de elementos que son fundamentales para acceder a ella: que el mito y las circunstancias sociales y políticas a las que era muy cercano su director Pier Paolo Pasolini, son elementos presentes en la obra y en su contexto europeo occidental de mediados del siglo XX.

En cuanto al mito, sabemos que éste es una forma de presentar colectivamente, en el marco de una comunidad, una explicación de la realidad.

A veces, el mito busca explicar —ajenos a relaciones causales tan caras al pensamiento racional— cuestiones puntuales de lo real (la existencia del sol, de la noche, la primavera, la muerte, los ritmos, etcétera), y en otras ocasiones, el mito intenta ayudar al Hombre a situarse frente a aspectos de los cuales no es plenamente consciente: su sexualidad, su vida afectiva, su existencia en el mundo.

En definitiva, el mito es una de las maneras de explicarse a sí mismo que tiene el Hombre.

En cuanto a la historia que se cuenta en esta legendaria versión del mito de Medea en el cine, responde al texto homónimo de Eurípides, pero no es una versión directa del mismo.

Explica Pasolini: “En cuanto a la obra original, me he limitado simplemente a unas cuantas citas (…) esta obra está basada en un fundamento teórico de la historia de las religiones: Mircea Eliade, James Frazer, Levi Bruhl, obras de etnología y antropología modernas.”

Aunque es de reconocer también que ya Eurípides destacaba la separación, la vulgarización, de la sabiduría etnológicamente profunda respecto de los problemas sociales coetáneos con el autor.

A principios de los ’60, Pasolini escribiría: “…para esta nueva realidad no vale ya la ‘riqueza’ arduamente cultivada de una tradición y el arte (‘uso y liturgia ya extintos totalmente’). Sólo vale vivir el presente, un presente fragmentado, bufonesco y autómata.

Estamos en un tiempo cultural donde el pasado no incide en el presente, no entra a jugar en relación dialéctica. Existe sólo el tiempo ‘desértico’, profano, de la post-historia, que no podrá dar frutos porque no podrá madurarlos en su evolución, y el diálogo con un posible público se ha perdido”.

Este lamento aparece de plano en su producción fílmica: los personajes, se mueven en ambientes desérticos, de pleno sol y polvaredas inacabables y visualmente intoxicantes.

Medea (personificada por la soprano y actriz María Callas) representa, entonces, la porción ancestral y olvidada de nuestra vida cultural, aunque nunca destruida porque, en el fondo, seguimos siendo seres alimentados a mitos.

En efecto: hasta la razón más dura, el experimento más preciso y la precisión técnica más acabada, se encuadran —nacen y significan— en un marco de creencias sostenidas a su vez en una explicación más abarcativa que es el mito de la época: la lógica, la razón o la inteligencia, un mito que encierra una paradoja que lo empobrece: el mito de no creer en mitos o de creer, al menos, que no hablamos de ellos cuando se cree firmemente en lo mental y en el poder del Hombre sobre el mundo natural, lo cual tiene, obviamente, todos los ingredientes de un mito.

 

La transformación de lo real

En el comienzo de la película, vemos a un niño pequeño y desnudo que atiende a las enseñanzas de un centauro. Aquí vale recordar que el centauro era, para el antiguo griego, el epítome de la brutalidad. De hecho, los centauros no conocían siquiera el manejo del arco y la flecha, pero tenían dos grandes excepciones, dos centauros sabios: Folo y Quirón.

De ambos, Quirón (recreado por Laurent Terzieff) es el más célebre y a él le encarga el cuidado y educación de Jasón (encarnado por Giuseppe Gentile) por parte del rey Esón, padre de Jasón y a la sazón apartado de su trono por el malvado Pelias, su hermano.

Pasado el tiempo, sin embargo, Pasolini nos muestra que el centauro con cuerpo de caballo y torso y rostro humanos es reemplazado por el mismo Quirón, ahora enteramente humano y que le sigue aleccionando.

En esta transformación reside el nudo de la tragedia: Jasón ha crecido. Es este paso de la infancia de Jasón a su madurez y su educación, el fundamento del relato fílmico: Jasón ha dejado de ser un ser humano “mítico” para convertirse en uno “histórico”. Siguiendo la terminología de Emil Cioran, diríamos que Jasón ha caído en el tiempo.

Quirón, no obstante, continúa enseñándole acerca de su genealogía y su historia personal. Pero el tiempo sigue pasando y el centauro —antes de verse como hombre— sentencia en su refugio junto a un lago, una profunda verdad: “Todo es santo…” y lo repite tres veces para darle a la expresión sustancia y sentido (dicho una vez, podría ser una expresión más; pero repetida, la expresión se carga de sentido, como el “ma” o el “pa” repetido dos veces).

Luego agrega: No hay nada natural en la Naturaleza. Tenlo en mente. Cuando la Naturaleza te parezca natural, todo habrá terminado… y empezará algo distinto: adiós cielo… adiós mar…”. Esta separación de lo natural es donde centrará su atención Pasolini: la lógica burguesa que nos separa de lo honda y verdaderamente real.

Se plantea Quirón si existe alguna posibilidad de que el cielo —tan bello y cercano— no sea la posesión de un dios, al igual que el mar y todo lo que rodea al muchacho. Para el Hombre antiguo, mitos y rituales eran experiencias concretas que incluían su vida cotidiana. Para él la realidad era una unidad perfecta…”.

Y concluye que la experiencia de, por ejemplo, el silencio de un cielo de verano “…equivale en todo a la experiencia más íntima del Hombre moderno…”, o, en otros términos: lo que antiguamente significaba la vida completa del ser humano, se convertía en un núcleo recóndito del alma, comprimido por una vida hueca y sin mayor significado y que lo oculta casi con vergüenza.

Hoy —lo decimos nosotros— el Hombre ya no necesita informarse de lo real sino apenas confirmarse a sí mismo: tal su soledad y naufragio personal.

A partir de ese momento, Quirón le revelará la misión que tendrá por delante Jasón: regresar a ver a su tío (del cual lo alejara y protegiera —y educara— el centauro) y reclamarle el trono advirtiéndole que el tío trataría de impedírselo pidiéndole que lleve adelante alguna empresa heroica.

Y efectivamente: Pelias le pide la condición de ir hasta la Cólquide y traer el Vellocino de Oro allí escondido. Una vez en el sitio, Medea, la hija del rey de la Cólquide, Eetes, se enamora de Jasón.

Su presentación en el filme se da a través de un largo ritual que incluye un sacrificio en una cruz de una víctima propiciatoria y una suerte de consustanciación entre la víctima del sacrificio y la mujer sagrada de la comunidad: la imponente Medea.

Jasón llega con sus argonautas (en una triste balsa muy lejana a la gran y mágica nave Argo del relato mítico). Por sus artes mágicas, Medea (hija de Hécate triforme, la diosa de las fuerzas nocturnas), consigue robar el Vellocino de Oro y huye junto a Jasón y su tripulación.

Para detener a Eetes, Jasón y Medea capturan a Apsirto, hermanastro de la bruja, y ella lo mata y descuartiza, arrojando sus trozos por el camino, retrasando la marcha de Eetes.

Finalmente logran escapar… y aquí, nuevamente, la vida real se entromete en la historia del filme.

 

«Medea» (1969)

 

Callas, Medea y el sol

María Callas interpretando a Medea, aporta una elegancia y un nervio físico que son esenciales en la cinta. Pero algo pasa entre el guión y lo que finalmente ocurre en la pantalla. Entre las aventuras que deben pasar los argonautas, se destaca un episodio crucial: se oye, proviniendo “de ninguna parte”, el irresistible canto de las sirenas: una de las pruebas que tienen que superar los argonautas.

Hasta que uno de ellos salta al agua y hubiera muerto si no fuera porque Medea conjura a las sirenas cantando su mismo canto, pero más intenso, cancelando el efecto mágico de aquellas voces misteriosas y mortales.

También en el guión se cita que Medea canta mientras prepara a su hijo mayor para el sacrificio… y habiendo sido la Callas una diva de la ópera internacional, ¿por qué no canta en la cinta? ¿Por qué no la aprovechó Pasolini?

María Callas había debutado con Tosca, de Puccini, en la Ópera de Atenas, y su éxito fue inmediato. Casada desde hacía diez años con Giovanni Meneghini, en 1959 conoció al empresario naviero Aristóteles Onassis y dejó a su esposo.

Tras un breve retiro, al volver a escena su voz ya no era la misma: defectos nunca antes escuchados en su técnica de canto, un abuso de agudos y un porfiar en la interpretación de tesituras que no le eran apropiadas a su voz, fueron cercenando su carrera.

Todo eso causó que fuera perdiendo la voz (más de una vez tuvo que suspender funciones), hasta que en 1965 decidió retirarse de la escena con Tosca, a los 42 años de edad. Tres años más tarde, en 1968 y un año antes de Medea, Onassis la abandonaría por Jacqueline viuda de J. F. Kennedy.

Es muy probable que Pasolini pensara efectivamente en usar el recurso de la voz de la ya legendaria Callas para su película —por algo estaba previsto en el guión—, pero la razón de su desistir parece radicar —eso se especula— en la intención de sacralizar a la cantante —por siempre legendaria en su repertorio operístico— al mismo tiempo que en la obra se desacralizaba su personaje de Medea.

Sea como fuere, en la película, una vez recuperado el Vellocino de Oro, Jasón se presenta ante Pelias, pero éste se vuelve a negar a entregarle el trono con dudosos argumentos religiosos. Jasón los desestima y, arrojando la piel a sus pies, desiste de la injusta pretensión.

E incluso se mofa de él llamándolo burlonamente “señor del poder y la gloria” y le hace reconocer que, fuera de su contexto, el vellocino ya no vale nada y deja bien en claro que él, el rey, ya pertenece a otro tiempo que no es el del joven Jasón.

Medea y Jasón dejan Yolco y se dirigen a Corinto. Allí, Jasón se reencuentra con los dos centauros: el mítico de su infancia y el de forma humana, de su edad más madura… pero sólo puede hablar con este último, porque el mítico —se le explica— ya maneja una lógica que los adultos no entienden: la lógica de lo sagrado.

En su diálogo, Quirón le explica la situación en la que se encuentra Medea, lejos de su pueblo y de su universo de magia y sortilegios. Le habló de la “catástrofe espiritual” que ella sufría. Le explicó que las formas sagradas continúan viviendo en nosotros como formas “desconsagradas”.

El cambio en Jasón —de una infancia crédula a una edad adulta escéptica y vulgar— no se verificó en ella. Medea estaba sufriendo una “conversión en sentido contrario”. Estaba atrapada en un mundo que ignoraba lo que ella sabría siempre en tanto que “mujer antigua”. Siente, desesperada, que ni la tierra ni el agua la reconocen u obedecen.

El prosaico Jasón, entregado al nuevo mundo que se le ofrecía, no entiende el por qué de esta información que Quirón le otorga y éste le explica que el Quirón mítico, el centauro antiguo, no puede evitar hablar en nosotros y hacer surgir sentimientos que nos resultan incomprensibles, pero que el nuevo Quirón no puede tampoco evitar traducir sus dichos a nuestra lógica adulta.

Nuestra mente ha perdido la magia y el sentido de la sorpresa. Jasón acusa el golpe, pero la transgresión de lo sagrado ya es inevitable: es su hamartia, su punto débil (como lo era el talón para Aquiles o la ignorancia para Edipo). Es un héroe destinado al fracaso pero que no produce una catarsis compasiva en el público.

Todo lo contrario: un guiño de ojo a una joven mujer junto a Pelias, la banalidad de Cástor y Pólux (que parecen extrapolados como fans de los Beatles) o su desprecio por el sacrificio de Medea, no despiertan el aprecio del espectador. Es un ser fallido: es un adulto… se ha endurecido su piel espiritual.

Un día, ya en Corinto, Medea le pide a su nodriza que la acompañe fuera del palacio y allí ve a Jasón bailando y divirtiéndose con gente del pueblo y entonces comienza una extraña sucesión de eventos.

Una de sus acompañantes le quiere hacer ver que en Corinto la miran con miedo y desconfianza. Medea llora desconsolada hasta que oye una voz que le habla: es el sol en quien ella parece recuperar la fe en sí misma, a pesar de saberse superada por el paso del tiempo.

De hecho, en este breve diálogo con el sol, se resume el círculo cósmico en el que se encuentra a Medea como la única consciente del mágico proceso. El círculo del sol es el carril por donde el Universo empieza y termina, y en su fin empieza de nuevo, eternamente. Tras esta epifanía, Medea pone en marcha un plan de venganza: Jasón la había abandonado y se casaría con Glauce, la hija del rey de Corinto.

En esta parte de la película ocurre algo confuso: las muertes de Glauce (al vestirse con los atuendos mortales de Medea) y su padre ocurren dos veces, repetidas con ciertas y pocas diferencias en el desarrollo.

En el guión original, Pasolini había anotado para la primera secuencia “Primer sueño de Medea”, pero en la pantalla no da ninguna marca convencional para que entendamos que se trata de un sueño: la transición de la primera secuencia a la segunda se da por corte directo, sin barridos ni filtros de lente, cambios de color o algún otro recurso.

Ni siquiera contamos con las explicaciones de algún diálogo. Aunque este episodio —que parece una confusión en los rollos por parte del proyeccionista— no deja de aportar, sin embargo, cierta tensión interesante desde el enfoque estético.

 

«Medea» (1969)

 

Medea y la mujer antigua

El final no es exactamente igual al imaginado por Eurípides. Medea mata a sus dos hijos y se encierra en su palacio inmolándose ante la vista de Jasón. Para extinguirse era imprescindible que se extingan también aquellos que la hicieron mujer.

Porque en ella, la mujer se define por su capacidad de no ser para que otro pueda ser. Su oquedad, su no ser, es lo que habilita a la vida —a través de la mujer— para que exista un otro totalmente diferente: el hijo.

El modelo de Medea es el de la mujer verdadera, la que Quirón llama “la mujer antigua”, la modélica, la original: el espacio que la vida necesita para poder ser. Aquella mujer era la que compartía el espacio terrestre: “Cuando los gigantes seguían mezclados con los hombres en tiempos de los que nadie hablaba”, al decir de Victor Hugo.

La mujer es el tiempo y el espacio en toda su extensión. Es aquella mujer que conoce los secretos del agua, de las rocas, las plantas y los animales. Es la bruja… la que antecede a la maga. Es la que ve de frente al sol y que en el guión de Pasolini es “el padre de mi padre”: el padre de los padres.

Medea es la maga blanca de Jules Michelet, el hada de los senos húmedos que se guarece en cavernas, bosques, arroyos y océanos.

Es la madre de ese pánico sagrado que siente el varón al yacer por primera vez con una mujer… pánico porque en algún lugar de su cuerpo y su espíritu siente que esa mujer esconde a la original, a la primera, a la hechicera… a la que lo va a devorar.

Para el varón, esta mujer es la puerta a otro mundo del que nunca retornará.

Es el fuego de todas las Medeas, el que hace arder la excitación viril. El fuego que mata a Glauce y al rey es el fuego que la mata a ella misma y es el mismo fuego que siembra en el Hombre. Esa mujer era la Medea que Jasón nunca pudo entender: tan muda como el Quirón primigenio y monstruoso, incapaz de expresarse.

Medea es un capítulo completo, acabado en sí misma: es la mujer inicial que no necesita hacerse: la hembra del hombre, como le decían los gnósticos, que no es las mujeres que conocemos y amamos como varones. Es aquella mujer que necesita de la generosidad de un dios para permitir nuestro acceso al misterio final y germinal de la vida.

Se ha dicho que para Pasolini lo único real era el cuerpo, pero el tema que aflora en Medea es dónde termina ella en aquel, su cuerpo. Perdida en su amor se pierde en Jasón, pero ella, ¿no se extenderá acaso hasta el mismo dios que cobija, enardece y calma nuestro corazón?

Medea, en el viaje por su cuerpo, se extravía y se reencuentra en el sol, en su dios… el dios benevolente que nos abre —a los varones— el camino a la mujer. El dios hiperbóreo y luminoso del bosque profundo y el océano oscuro.

El dios que habla y sonríe a Medea antes de consumar su venganza… venganza que es el retorno a su singular misterio: a la oscuridad de su útero, donde el no–ser interior femenino le abre las puertas a la existencia de todo lo humano.

 

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Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: Medea (1969).