[Ensayo] «Silencio»: El grito imposible de Martin Scorsese

Pese a su belleza audiovisual y a que es una de las mayores obras cinematográficas debidas al realizador estadounidense, este crédito —económicamente, por lo menos— fue un fracaso: no llegó a recaudar ni la mitad de los 50 millones de dólares que se invirtieron, y esto debido, principalmente, a que no eludió aspectos realistas del catolicismo de aquella época (propia de los jesuitas del siglo XVII) ni tampoco de la idiosincrasia japonesa de todos los tiempos.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 20.5.2022

«Las bombas atómicas se tiraron lejos, en Japón, para que ningún americano pudiera oírlas».
Comentario periodístico estadounidense de 1945

Supongamos un piano y consideremos dos teclas blancas contiguas: la A y la B. Si las pulso, obtengo una diferencia de sonido entre la A y la B. Claro está que en esa diferencia entre el sonido de la tecla A y la B existe la posibilidad de intercalar una tecla más (llamémosla C) cuyo sonido medie entre la A y la B.

Ahora existirá una diferencia en el sonido entre la A y la C y entre la C y la B. Tal situación nos permitirá incluir una tecla D entre la A y la C y otra eventual tecla —E—, entre la D y la B. Y entre cada una de esas teclas existirá siempre una diferencia de sonido que será cada vez menor… pero que nunca dejará de existir. En pocas palabras: la cantidad de teclas que puedo agregar entre la A y la B es infinita y siempre habrá una diferencia de sonido asociada.

Llegará un momento en que nuestros oídos —por más refinados que sean— jamás notarán tal diferencia y se necesitarán entonces de equipos electrónicos más y más completos hasta que ni estos puedan detectar la diferencia… pero la diferencia de sonido entre una tecla enésima y su previa y posterior, siempre existirá: los teclados de los pianos serían infinitos de infinitos, repetidos infinitas veces hasta el infinito.

¿Dónde reside el problema?

En que creemos que el sonido del piano está en el piano, cuando en realidad lo que el piano hace es hacer vibrar el aire con sus cuerdas, y esta vibración hace vibrar nuestros tímpanos y la diferencia de posición del tímpano a cada oscilación, debida a su sensibilidad a las vibraciones del aire, genera diferencias en los nervios asociados los que luego, tras un complejo proceso cerebral, generan una imagen auditiva… imagen que no es el sonido del piano sino el resultado de nuestra neurofisiología reaccionando a las vibraciones del aire.

El sonido del piano no está en el piano sino en nuestro sistema nervioso. Es que, en definitiva, nuestro entorno es silencioso. Absolutamente silencioso. El canto de las aves, las teclas de un piano, la voz de una persona, no son sino imágenes auditivas que hemos creado en nuestro córtex cerebral.

Pianos de teclados transfinitos, pianos de teclados alucinatorios…

¿Entendemos ahora un poco mejor el por qué hinduistas y budistas nos proponen que consideremos lo que nos rodea con un poco más de calma, no afanándonos en entender in extremis lo que, en definitiva es una alucinación?

No intentar capturar la verdad de algo que no tiene verdad —como el sonido del piano— y menos aún, el querer poseer algo que sólo existe en nuestra perpetua alucinación.

 

Expansión

Es interesante ver que el cristianismo, de últimas, también proponía cosas análogas: no apegarse a este mundo sino buscar reinos de otros mundos.

No olvidemos que no se trata de una forma religiosa occidental —europea y menos aún, italiana— sino una vocación religiosa y mística que llegó a Europa desde Asia… y que en las sandalias de Jesucristo volvió a Asia durante sus años de destierro: tras su estadía en Egipto, en toda Persia se conserva hasta hoy el recuerdo del «santo» Issa, «el mejor entre todos los hombres», el Maestro que enseñó acerca de la paternidad de un Dios único y de la fraternidad entre todos los hombres.

En la India, los hinduistas recuerdan con afecto el paso entre ellos del joven maestro llamado Yesof: el asceta que combatió sin temor la idea de acabar con la violencia de la ley de castas y que, como un igual entre las personas, era «recibido gozosamente» en los pueblos más apartados donde esperaban su llegada.

También en la India, se recuerda su paso por Kashmir y rescatan los eruditos los paralelismos entre las enseñanzas de Buda y el «Sermón de la Montaña». Se hizo llamar Isaputra: el hijo de Dios, y su apelativo griego Kristós, de origen indoeuropeo, se acerca llamativamente a una de las personas de Visnú: Krishna.

Los chinos, por su parte, también relatan el paso de un revoltoso joven religioso llegado de occidente llamado «el amigo del pobre» que predicaba la confraternidad entre los hombres, que comía tanto en compañía de nobles como de prostitutas y que combatía el yugo eclesiástico y toda forma de explotación por parte de la burguesía política del imperio.

 

Olvidado

Pero el tiempo pasa y el hambre de poder queda. Tal podría ser una síntesis del filme de 2016 Silencio de Martin Scorsese. Por eso empezamos tratando de descubrir de qué manera, tras el fárrago de sonidos que llenan nuestra cabeza sólo hay una gran masa de silencio que se desploma desde todos los rincones de un Universo absoluto sobre nuestra unicidad biológica.

La cuestión es que nuestro mundo humano está lleno de sonidos y palabras, y nuestra supervivencia depende no sólo de percibir las vibraciones del aire sino de interpretar mensajes, desarrollar ideas y activar conductas a partir de la información generada por tales vibraciones.

Y es ese silencio el que se filtra por todos los espacios, brechas y grietas que se abren entre los sonidos y las palabras que manejamos. Pero nuestro corazón, lleno de esos sonidos que la mente elabora, anhela siempre la verdad.

Las razones del corazón que la razón no entiende de las que hablara Blas Pascal, refieren, justamente, a esa verdad que sistemáticamente se le niega a lo más íntimo de nuestra alma y que nos hace vivir la útil pero ficticia nube de sonidos y palabras sin sistema, sin orden… orden que en definitiva es el alimento del alma, tal como una comida saludable es coherente con las necesidades del cuerpo físico.

Y el espíritu no puede vivir, crecer, desarrollarse y progresar si sólo se nutre de palabras sin el orden más acabado que existe fuera de lo que oímos con nuestros oídos naturales: esas palabras justas, buenas, nutricias que son las que no se oyen sino las que se buscan porque se necesitan escuchar y para las cuales estamos hechos.

Todo lo demás es sólo un enjambre de sonidos, una cacofonía de mensajes de corto alcance —intrascendentes— que vuelven cada vez más ahilado a nuestro corazón, alejado y acostumbrado ya a esas distancias. La verdad del mundo se transmite en palabras hechas de silencio: silencio de la fe, del arte, de la esperanza y el perdón.

El silencio de nuestros muertos que alguna vez nos dijeron que nos amaban. El silencio que esperó Jesucristo de nosotros cuando buscó que fuéramos de nuevo infantes y regresáramos al vientre de nuestras madres. Infante: in faris: el que no habla.

El silencio, en definitiva de un Dios que no dialoga con nosotros sino a través de las palabras del Cristo. Queremos que un Dios nos hable pero el cristianismo es eso: la palabra de Dios que, sin romper ningún silencio universal, llegó y llega a nosotros a través del Verbo, del Logos: de lo que sale de la boca del Cristo.

 

La película

Con todo este bagaje conceptual, estamos suficientemente armados como para tratar de entender el profundo tema abordado en el filme, de 2016.

La historia se centra en el conflicto político y religioso a través de dos jesuitas portugueses Rodrigues y Garupe —Andrew Garfield y Adam Driver— que son autorizados por las autoridades eclesiásticas a viajar al Japón con la misión de encontrar a su mentor, el padre Ferreira, un Liam Neeson de escasa presencia en la cinta pero demostrando su valía actoral.

El guion es de Jay Cocks y del propio Scorsese y se basó en la novela Chinmoku (Silencio, 1966) del escritor católico Shusaku Endo… lo que le da al conjunto un perfil interesante, ya que la proporción de kirishitan —como se los llama a los cristianos en japonés— en el archipiélago es muy baja: de algo menos del 2 % de la población.

Es un hecho, entonces, que el cristianismo no despierta mucho entusiasmo en el Japón, y en esto siempre tuvo mucho que ver la influencia budista, ya que muchos kirishitan lo son siempre y cuando lo «evangélico», como relato y fundamento teológico, no se entrometa en la fe, cosa que convierte al cristianismo típico japonés en una suerte de «cristianismo búdico»… por lo que no es en vano que hayamos visto las relaciones no claras pero evidentes que desde antiguo tuvieron cristianos y budistas.

La película refleja las dificultades que tuvieron estos dos misioneros para llevar a cabo su labor en Japón tras la rebelión de Shimabara en el 1637, cuando los conversos cristianos japoneses —mayormente campesinos pobres— se sublevaron frente a los señores feudales: los shōgun. Esta rebelión terminó con más de 37 mil kirishitan torturados y ajusticiados.

La llegada del cristianismo a Japón se había producido en 1549, cuando Francisco de Javier (1506 – 1552) y los suyos llegaron a Kagoshima, la pequeña isla al sur del Japón. La evangelización libre del país duró apenas 60 años, cuando fue prohibida, y lo sería por más de dos siglos y medio más.

Se esgrimen diversas razones por las que el cristianismo se reprimió entre los siglos XVII al XIX, pero se considera que la principal causa es que en muchos aspectos, este «ejército de Dios» jesuítico había dejado de ser una mera fe religiosa para convertirse en una fuerza que amenazaba con trastocar lo económico social, es decir: la faceta política del poder local.

Es por todos conocido el interés de Scorsese por el tema religioso, como en sus películas La última tentación de Cristo (1988) y Kundun (1997), así como en su multipremiada El irlandés de 2019, donde están muy presentes la fe cristiana y el sentido de la culpa.

Incluso, Scorsese declaró en entrevistas su original voluntad de hacerse cura hasta que se decidió por el arte… quizás haya sido esta vocación latente en él la que lo llevó a pensar en la novela Silencio. Lo había intentado en el 2006, pero el proyecto le llevó 28 años para ser realizado.

Las dudas sobre el guion y las dificultades de producción lo hicieron abandonar la idea, lo que le valió una ristra de juicios. Pero Scorsese mismo declara que tras el rodaje de El lobo de Wall Street (2013) tuvo la visión de haber llegado el momento de llevar adelante esta filmación.

 

Haciéndose japonés

Nadie se hace japonés por escribir un haiku o chino por comer mucho arroz. El interés que Oriente despierta en Occidente nace, en gran medida, por el distanciamiento cultural entre ambas poblaciones, que es más una visión occidental y segregacionista que la perspectiva holística a la que apuntan las filosofías orientales. Esta barrera inevitable fue uno de los principales temas que preocupaba a Scorsese a la hora de componer el filme.

La íntegra belleza visual —aún en los momentos más tristes y sangrientos— es siempre una garantía en este director, pero a él le intrigaba la «perspectiva japonesa»: si debía incluirla y hasta dónde. Llegó a manifestar: «Esa fue una de las razones por las que necesité tanto tiempo. No podía quitarme las películas japonesas de la cabeza. ¿Dónde pondrían ellos la cámara? ¿Al nivel del tatami?».

El tatami, lo recordamos, es el pavimento tradicional de casas y templos rituales del Japón, donde se apoyan camas, asientos y mesas. Para encontrar respuesta se inspiró, entre otros, en Masaki Kobayashi, autor de Harakiri (1962), Rebelión samurai (1967), etcétera.

La película fue, económicamente, un fracaso: no llegó a recaudar ni la mitad de los 50 millones de dólares que se invirtieron, y esto debido, principalmente, a que no eludió aspectos realistas del catolicismo de aquella época ni de la idiosincrasia japonesa de todos los tiempos.

Cuando se le recriminaba la multitud de plegarias que se recitan en toda la película, explicó: «Tú rezas a Dios. Rezas por cualquier motivo. Eso, para alguien que es clérigo en el siglo XVII, es lo normal. Eso es, de hecho, lo único que haces, día y noche…». Y para enfatizar este aspecto, incluyó la técnica de la voz en off, generando la impresión de una plegaria omnipresente.

Y tampoco quiso traicionar el sabor japonés en la proxémica y quinética de sus personajes: expresiones y movimientos que nos son ajenos a los occidentales, y donde el grito gutural, los diferentes valores en la gradación de ángulos para las reverencias o la ocasional delicadeza extrema y refinamiento, están siempre presentes y nos condicionan a la hora de reaccionar ante esa aparatosidad nipona.

En este sentido, quizás el mejor actor del filme haya sido Issey Ogata, en el papel del viejo samurai devenido en inquisidor ante la rebelión de los kirishitan.

Su gestualidad es tan a la vez cínica como encantadora, que provoca un extraño rechazo a la vez que incita a no querer perderse ninguno de sus mohines perfectamente calculados, alternado miradas piadosas que proponen esperanza en el espectador, con sonrisitas de serpiente que nos hacen perder toda esperanza, como en la entrada del infierno dantesco.

 

El conflicto

El núcleo argumental de la película evoluciona hasta centrarse en el personaje de Andrew Garfield, y consistía en no caer en una apostasía personal, pisando imágenes o escupiendo cruces. ¿Se traiciona al Cristo por esos actos?

El catolicismo y otras formas afines del cristianismo, han adjudicado categorías espirituales a objetos materiales por lo que entran en conflicto con esta clase de actos, por lo que se transforman en verdaderas torturas espirituales el manejo de símbolos materiales como si fueran otra cosa más allá de un símbolo o recordatorio.

En el filme vemos cómo los remanentes del cristianismo, ocultos en los montes, piden cosas con este valor simbólico espiritual a los sacerdotes recién llegados, pero es precisamente esta materialidad la que genera parte del silencio que denuncia Scorsese.

No hace el director, por supuesto, una evaluación teosófica del problema —por lo menos explícitamente— pero sí descriptiva de los diferentes silencios que agobian al Hombre desde esa perspectiva: el silencio de Dios, el silencio del otro, el silencio de la distancia y el de uno mismo.

El silencio de la carne que es el dolor, por más que lo grite la garganta, amén de ese silencio tan indecible que es el silencio de la fe. En el caso puntual del padre Rodrigues, reconoce esta dependencia de los objetos materiales por parte de los cristianos sin sacerdotes, que quedaron diseminados y escondidos en su propia tierra a causa de su convicción religiosa.

Siempre se supo que, por ejemplo, el rosario católico entró a Europa como remedo del misbaha musulmán para contar las repeticiones del tasbih, y que éste llegó a los árabes desde el japa mala o rosario budista para contar mantras; y que también se sabe que el juntar las palmas de las manos para rezar es un remedo del anjali mudra como gesto de oración en el yoga.

Y a pesar de saberse que la guarda de reliquias y esculturas del catolicismo es otro remedo de prácticas budistas análogas; que el «Amén» en una iglesia se parece a un mantra, etcétera. Los jesuitas todo esto lo sabían y el personaje de Rodrigues llega a decir: «Estaban desesperados por las señales tangibles de fe, más que por la fe en sí… y me preocupaba eso, pero, ¿cómo podría negárselo?», y es así que comparte las cuentas de su rosario entre los perseguidos.

Pero el padre Ferreira refiere lo mismo tratando de hacerle comprender a Rodrigues que los japoneses: «No contemplan la idea de Dios más allá de la naturaleza y lo tangible».

El sacrificarse de ese modo por la fe transformaba al dolor en todas sus formas en un objeto de culto más: ídolos de sí mismos, envueltos en paja seca y hundidos hasta ahogarse o expuestos a las llamas, decapitados, colgados cabeza abajo, desangrándose por heridas practicadas en el cuello para que la sangre se vaya yendo de a poco, no embote el cerebro y la agonía dure más tiempo (Ferreira le muestra a Rodrigues sus propias cicatrices).

O crucificados ante el mar para que los ahogue la marea (en una escena de macabra belleza): todos son sacrificios equivalentes a una imagen más de culto de las que se pueden comprar en un comercio… tal como el sonido no está en el piano sino en nuestra mente, la exculpación no está en las cosas, sino en nuestros corazones.

Como fuese, esta búsqueda del dolor de la víctima para su apología personal, parece olvidar el sacrificio expiatorio del propio Cristo, siglos atrás y en tierras muy lejanas, transformando a aquel dolor distante del Salvador en un fetiche que nunca sirvió y, en Silencio, en un sacrificio de autoflagelación, depositando la espiritualidad en los propios cuerpos como si estos fueran objetos externos que no dejan oír ni nuestra voz interior invocando a lo divino, ni a la respuesta de Dios: un silencio que lleva a dolores y a muertes completamente inútiles para todo fin de trascendencia espiritual.

 

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Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

«Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban».

«La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…».

«He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…».

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: El silencio (2016).