[Homenaje] Hernán Ortega Parada: Pensar y escribir traerán placer y dolor

El sábado 19 de noviembre, después de los ritos funerarios, luego de haber despedido a mi entrañable amigo en el portal del cinerario, donde lo esperaba el último fuego propiciatorio, regresé a su casa de Olmué, donde brindamos a los dioses de la palabra, augurándole un recibimiento luminoso en el lugar sin nombre.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 24.11.2022

Seis días exactos antes de cumplir los 90 años de edad, Hernán Ortega Parada (1932 – 2022) dijo adiós a este mundo y entró en los desconocidos laberintos de la eternidad; presumimos que al Parnaso de los elegidos.

Emulando a César Vallejo, fue un jueves, en su casa de Granizo, Olmué, en las faldas del cerro La Campana. Hacía tres años del incendio de su morada de tres pisos, construida durante treinta años, piedra sobre piedra y luego madera hasta la verticalidad del cielo azul de la comarca.

Literato cabal, como quien vive para el júbilo de la palabra, en esa forzosa duplicidad que nos impone la cotidiana subsistencia; narrador de cuentos negros, ensayista, asimismo poeta; investigador incansable, fundador de una de las mejores revistas de literatura en Chile, la fina y cuidada Huelén, en cuyas páginas tuvimos el honor de publicar nuestros incipientes textos de comentario crítico y de narrativa breve.

Generoso y afable, dentro de un oficio donde suelen campear la vanidad, el egocentrismo y el chaqueteo. En el cuarto piso de la Casa Dino, ubicada en Avenida España esquina Blanco Encalada, frente al Club Hípico de Santiago, Hernán nos recibía, a la hora vespertina, en la ciudad llena de sombras amenazantes, durante esa «larga noche de piedra» en la que transcurrió la atroz y bárbara dictadura militar y empresarial comandada por Augusto Pinochet.

Jorge Calvo, Ramón Camaño, Paz Molina, Martín Cerda, Alfonso Calderón, sus hijas Lila y Teresa, Natasha Valdés, el cronista y otros que recordar no puedo, nos enfrascábamos en apasionadas conversaciones, diálogos y aun disputas en torno a la pasión que nos unía por la palabra creadora.

Recordemos aquí parte fundamental de su sólida obra literaria:

Panorama histórico de Aysén (1959).

Ecce homo (poesía, 1964).

Cuentos sobre Aysén (1966).

La muerte del ruiseñor (poesía, 1992).

Enrique Gómez Correa, arquitectura del escritor (ensayo, 1999).

Jorge Teillier, arquitectura del escritor (ensayo, 2004).

Aysén, panorama histórico y cultural de la XI Región (2004).

Pensar, educación, lectura y creación literaria (ensayo, 2007).

Ludwig Zeller, arquitectura del escritor (ensayo, 2009).

Ensayos mínimos, psicología y literatura (2012).

Poemas del mal, porte des poétes (Francia, 2012).

Raúl Zurita, arquitectura del escritor (ensayo, 2014).

 

«Huelén» N° 13 (1984)

 

La literatura como una permanencia

Parco, directo, a veces hosco y reticente de gestos afectuosos —según lo definiera su hijo Pablo—, recordando las difíciles relaciones interpersonales en su niñez y adolescencia, con ese padre enfrascado en los libros, hurtando el tiempo de la convivencia familiar para volcarlo en los libros.

Así le fue áspero el amor; así le golpearon el desamor y el abandono, luego de la tragedia del fuego que arrasara libros, ficheros, folios de metódicos estudios, documentos y testimonios de 70 años de literatura chilena y universal. En ese trance de dura soledad, Pablo le acompañó y fue capaz de reconstruir en parte aquella casa, reconstruyéndola desde las cenizas.

De la colección de revista Huelén, escojo los números 10, 11 y 13, dedicados, respectivamente, a Raúl Zurita, Jorge Millas y Luis Sánchez Latorre (Filebo). Las portadas nos ofrecen el rostro joven del poeta, la faz reflexiva del filósofo y la cara socarrona del gran periodista y escritor.

Los retratos son obra del dibujante Paul Lacreste, amigo de Hernán Ortega, hasta que éste descubriera que el artista gráfico se relacionaba con agentes de seguridad de la dictadura, hecho que provocaría una violenta ruptura.

En aquellos años 80, los artistas e intelectuales eran considerados peligrosos enemigos del régimen; había que vigilarlos y, en «casos extremos», silenciarlos. Hernán jamás transó con la felonía encubierta ni con la hipocresía de los «tontos felices».

En el editorial de Huelén N° 10, Hernán Ortega escribe un texto esencial a su loable propósito, hecho acción permanente gracias al atributo de su voluntad. Nos dice:

Quisiéramos hacer un poco de historia del futuro. Pero, inexorablemente, echamos la vista hacia atrás. Podemos tocar el presente. Un silencio grande pesa sobre la ciudad y por artilugios y misterios de la vida, un martes 12, casi al amanecer, cerramos la edición.

Diciembre de 1980 y Huelén ya es cuerpo con un rostro y una palabra de invocación: ‘Rostro inolvidable de Gabriela, madre de una nueva y profunda chilenidad de la cual todavía no hay conciencia en el largo país’.

Pensamos, al pasar, que cuánta chilenidad sugirieron la Mistral, un Benjamín Subercaseaux, un Joaquín Edwards Bello. A través de un grupo de alerta; a través, incluso, de una fuerte y libre disidencia de pensamiento. Cuán fuerte y orgulloso es un pueblo que puede pensar. PENSAR es la PALABRA.

La Literatura toma la Palabra desde la Realidad y la hace Arte, Permanencia. Desde la vida real la hace fosforecer. Y, de nuevo, Rimbaud: ‘Todo arte nuevo precisa formas nuevas’. Rimbaud, un extraño, un quiste en la sociedad, hace un cambio en el mundo a partir de su arte y su libertad.

El magma de esos materiales, conforma las preocupaciones de fondo de esta pequeña empresa llamada Huelén. Nos interesa el medioambiente literario al cual asomamos. Nos interesa, particularmente, el OFICIO LITERARIO. Ese cómo conocer, asimilar, automatizar —en esa progresión— las bases técnicas de esta carrera. Y que no sea segunda, tercera o cuarta actividad personal. Y si lo es, no importa. Pensar y escribir traerán placer y dolor, el resumen de la existencia.

 

«Huelén» N°11 (1983)

 

Los signos de una escritura

Lúcido y certero, Hernán Ortega nos obsequia aquí el resumen de su poética vital, la síntesis de una larga y fructífera existencia en aras de una pasión que el tiempo no debilita, ni siquiera con la angustia de la decrepitud, ni siquiera con la artera ceniza que quiere imponer el olvido.

En sus postreros días, tendido en su cama clínica, Pablo, su nieto, le iba a leer cuentos de autores famosos, incluyendo a ese Horacio Quiroga, el uruguayo atormentado que tanto le gustaba releer. Las juveniles palabras le llevaban al reposo y Pablo suspendía la lectura cuando escuchaba el ritmo lento de la cansada respiración del anciano.

Así se entregó al sueño eterno, en su casa de Olmué, reconstruida, aunque ya no existiera vigor para la propia restauración. Hernán amó ese rincón arbolado junto a La Campana. Así lo expresa, en parte del prólogo a su notable ensayo Jorge Teillier, arquitectura del escritor:

Consciente o inconscientemente, en el curso del presente trabajo sobre Jorge Teillier, se me aparecerá Enrique Gómez Correa, tal como quedó prefigurado en un libro anterior. No espero aún establecer aquellas pretenciosas relaciones teóricas que podrían —quizá después de un tercer estudio—, emerger como un árbol o, más modestamente, como un equilibrado arbusto.

Mi relación con la naturaleza es secreta e intensa, pero si bien las vidas y las obras de dos poetas —simple y eternamente poetas— me interesan y me apasionan, no es menos cierto que me habla de ‘maravillas’ esa hiedra llamada ‘suspiro’ que mi madre cultivaba con sabiduría ingenua en El Llano y que yo he trasplantado con misterioso impulso en mi refugio de Olmué, donde hoy se eleva por sobre los ramajes de arbustos y boldos y hace brillar luces como galaxias azules muy arriba, rodeando las copas de los altos molles y del majestuoso quillay.

Tanto esa naturaleza simple, a veces intervenida, como estos grandes cultivadores de la espiritualidad —Enrique y Jorge—, me emocionan porque corresponden, en conjunto, a una inefable y exuberante manifestación de vida, Bajo esos signos, escribo.

El sábado 19 de noviembre, después de los ritos funerarios, luego de haber despedido a mi entrañable amigo en el portal del cinerario, donde lo esperaba el último fuego propiciatorio, regresé a su casa de Olmué, donde brindamos a los dioses de la palabra, augurándole un recibimiento luminoso en el lugar sin nombre.

—Véngase para acá, cuando quiera —me dijo Pablo, al despedirnos bajo los brillantes maitenes de la quinta.

—Vendré —le respondí, aunque ya no pueda encontrarme con su espigada figura y sus movimientos pausados, como una especie de sabio Lincoln preconizando la libertad a todo trance de la literatura.

 

 

 

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Edmundo Moure Rojas, escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes.

En la actualidad ejerce como director titular y responsable del Diario Cine y Literatura.

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: Hernán Ortega Parada y Edmundo Moure Rojas.