«La favorita», de Yorgos Lanthimos: La trampa del existir

El filme del director griego —y protagonizado por Olivia Colman, en compañía de Emma Stone y de Rachel Weisz, como estelares— es una singular obra audiovisual de época, que ambientada en la Gran Bretaña de inicios del siglo XVIII, bajo el reinado de Anne Stuart, obtuvo en 2019 el Oscar concedido a la interpretación de la Mejor Actriz Principal de la temporada.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 20.6.2020

Cuando uno sobrevuela una ciudad a vuelo de pájaro ve el entramado de las calles, la disposición de los edificios, de las plazas, ve el tránsito de los vehículos en una dirección o en otra… uno percibe inmediatamente que hay en ese entramado de construcciones y espacios un diseño, un orden previo. Rápidamente se detecta la existencia de un proyecto superior. Pero en la medida en que nos acercamos, comenzamos a ver que las personas que transitan esa ciudad siguen cursos que son cada vez más desordenados. Es como si se hubiera hecho un hormiguero de cemento y las hormigas vivieran condicionadas por esa estructura fija, pero siguiendo trayectorias aleatorias en cada calle o plaza.

La estructura fija y ordenada contiene un hervidero caótico en sí misma: las personas de la ciudad estricta van, vienen, descansan en el banco de una plaza, e incluso, descubrimos que los grandes bloques de hierro y cemento son huecos y en su interior, estos seres humanos van y vienen, suben y bajan, corren y duermen. El desorden reaparece en este nivel de análisis. Una persona va en una dirección y otra en otra, nadie parece ser afectado por el paso de nadie.

Sin embargo, si comenzamos a descender en el nivel de análisis, nuestra persona–hormiga es una mujer que está yendo a la farmacia a buscar un remedio. Ya no es una dirección cualquiera. Aquel que toma sol en un banco de plaza es alguien que tiene 15 minutos antes de tener que regresar a una oficina donde lo espera otro diseño de actividad que no le pertenece, que le es impuesto. El que viaja en taxi va a la oficina de un abogado… el movimiento caótico a un nivel de análisis ahora adquiere otro nivel de orden tan ordenado como la ciudad hormiguero, aunque mucho más complejo. Cada persona tiene su motivación, un nuevo diseño ajeno que no le pertenece pero que lo obliga.

Pero podemos profundizar todavía más: la mujer que va a la farmacia va a comprar un medicamento para una persona a la que odia. El hombre que toma sol en la plaza tiene planeado suicidarse esa misma noche. El pasajero del taxi va a cobrar una fortuna y llora porque es la herencia que va a recibir tras la muerte de sus padres… Los sentimientos vuelven a generar una dispersión en sus líneas de fuerza que producen un tejido nuevamente caótico… y así podríamos seguir descendiendo (o ascendiendo, según el punto de vista) hasta niveles subatómicos y ver el caos y el orden alternándose en infinitas recursividades sólo atadas al paso del tiempo.

El existir, en definitiva, nos somete a este devenir de nuestro ser obligado a moverse entre condicionamientos ajenos a su naturaleza pero, a la vez, correlacionado con la vida de los demás, con el mismo drama de existir, de haber sido eyectados del ser en sí mismo al existir fuera del sí mismo hacia las playas del yo. Hacia el extravío existencial. Somos náufragos abandonados en una isla solitaria… isla habitada por otros cientos y miles y millones de otros náufragos en la misma isla solitaria. Vamos y venimos en esta estructura prearmada —por nuestros propios esfuerzos e intereses— que nos condiciona y a la que no podemos controlar.

La nuestra es una situación paradójica: con nuestra existencia construimos la trampa que nos atará al existir y a las tragedias de los otros. Las voluntades pueden estar dirigidas hacia el altruismo o hacia el egoísmo, hacia la voluntad de crecer con el otro o degradarse en el otro, pero el otro será siempre ese otro fantasmático que deambula en un taxi, frente a un tipo que duerme en una plaza barajando imágenes mentales de un arma, tras la sombra fugaz de una mujer llena de ira que pasa rumbo a una farmacia. Dolor, odio, desesperanza o amor, alegría y esperanza, los ingredientes que le dan a los tejidos elaborados, el diseño que sólo algún dios podrá llegar a entender.

Acerca de estas rígidas estructuras y de los ires y venires de seres humanos atrapados en sus existencias es que trata La favorita (The Favourite), filme del griego Yorgos Lathimos del 2018.

 

«La favorita» (2018)

 

La historia de la historia

La favorita nos instala en la vida de la reina Anne (Ana), la última reina de Inglaterra, Escocia e Irlanda y la primera reina de la Gran Bretaña ya que bajo su reinado se unieron los reinos en el imperio naciente. Protagonizada maravillosamente por Olivia Colman, su rostro y porte merecen una mención aparte. Como la detective Miller en la serie televisiva Broadchurch, o como Isabel II en la segunda parte de la serie —también británica— The Crown, Colman nos presenta un rostro decididamente vulgar. Una cara que nos podríamos cruzar en cualquier calle y a la que no se le prestaría mayor atención… sin embargo, en la lágrima furtiva de la dura inspectora Miller; en el reto a su hijo, el Príncipe Carlos, tras su discurso como nuevo Príncipe de Gales en The Crown o en sus gritos a los músicos para que se vayan del jardín en La favorita, se exhibe todo el misterio que guarda la magia del actor tras la máscara del intérprete.

Máscara y misterio que renuevan el encantamiento del oráculo que nos habla las palabras del autor, transformándolo en la voz del dios que todavía necesitamos que nos hable y nos regale el don de su empatía. Dicho esto, volvamos a nuestra idea general de un grupo de personas —los habitantes del palacio— que cohabitan con una reina enferma, regordeta, más bien fea y a la que, con el título de reina, había que soportar, contener y obedecer, porque ella simbolizaba la supervivencia del reino y con él, la supervivencia de la nobleza que no sólo aportaba la idea de reino sino que en él sobreviviría con un profundo sentido de clase. Seres, en definitiva, atrapados en sus rígidas estructuras sociales y en los gruesos muros del hormiguero–ciudad del Palacio de Kensington donde Ana moriría tiempo después.

¿Qué realidad social sostiene a un rey, a su corte y a la nobleza de una sociedad? No se entiende siempre del todo bien la función que cumple un rey y su corte. Se los suele ver como parásitos del Estado, así, sin más vueltas. Sin embargo, estamos viviendo una cultura que ha perdido en gran medida el dominio del habla simbólica. Vive –porque esa es la naturaleza humana– tras una serie de determinaciones simbólicas: los padres, los amigos, el policía, el vecino, el perro propio, el vagabundo, el árbol bajo el cual espera el ómnibus, el ómnibus y el chofer del ómnibus… absolutamente todo su mundo de relaciones habla un lenguaje simbólico al cual escucha y al cual se atiene, aunque haya perdido el don de hablar ese lenguaje.

Muchas veces un recuerdo puede traernos el mensaje simbólico: la foto sorpresiva de un perro que alguna vez tuvimos y que murió, atrapa un nudo de sentimientos, un momento de sonrisa silenciosa y he ahí que ese perro está fungiendo como una palabra simbólica para nuestra mente. No es arte, no es un idioma determinado y ni siquiera es una religión o una magia: el perro de la foto se ha convertido en un motor simbólico de nuestro espíritu. Ese lenguaje simbólico le habla al individuo pero también a las sociedades y así, sus hombres de religión, sus hombres públicos y también —en este contexto— sus reyes y nobles constituyen símbolos sociales. Un rey, entonces, unifica el espíritu social de una época y de una nación: tal su función… aclarando que el símbolo verdadero es la corona que el rey porta y no el rey mismo.

En el círculo de la corona —nos explica Shakespeare en Richard II— se inscriben la vida y la muerte —sobre todo la muerte— de un rey. La cabeza que en la corona se meta es un accidente regido por la voluntad de Dios, pero el símbolo de la corona como un círculo enjoyado que en sí mismo se cierra, es símbolo del Dios y hace —en este caso— de Inglaterra, otro símbolo mayor… y porque es un símbolo, muchos la aman y muchos la odian.

No obstante, podemos dar otro paso más hacia atrás: ¿por qué esta división en clases? Diversos filósofos y sociólogos —o híbridos entre ellos— han partido de la idea de clase social sin reparar en el origen arbitrario de esa organización social que ordena a los seres humanos según dineros o sangres. La historia es relativamente simple: en la filosofía —con religión incluida— hindú, el Dharma expresa el orden supremo de todo el Universo y absolutamente todo queda sujeto a ese orden… hasta los dioses, quienes por el hecho de existir deben dejar de existir, tienen que desaparecer para que todo vuelva al origen de absoluto orden y el proceso se repita infinitamente.

Dentro de ese orden estricto queda incluida, por supuesto, la organización social. Es así como aparecieron los “colores” —que llegan a nosotros desde el portugués con el nombre de “castas”—, siendo cada casta una emisión de una parte de Brahma y mientras las castas más bajas podían servir a las superiores, las superiores no podían servir a las inferiores. Las castas o colores terminaron siendo: brahmanes (sacerdotes); chatrias (reyes, nobles, políticos y militares); vaishias (comerciantes y artesanos); sudras (esclavos, campesinos y obreros) y los dalits o intocables, los descastados.

Ahora bien. Estos pueblos se expandieron hacia el Oeste llevando consigo esta organización social en su organización mental. El resultado es que trasladaron la estratificación social del hinduismo a las nuevas culturas que se fueron formando y ocupando espacios en toda Europa, desplazando en sus conquistas a los pueblos originarios quienes —sacando a los vascos y dos o tres etnias más— han desaparecido. El detalle a tener en cuenta es que en el traslado hubo un cambio en el orden de importancia y los chatrias con sus reyes, nobles y militares terminaron siendo más importantes que los hombres de religión, los brahmanes.

En esta inversión, las noblezas —que venían viajando con los pueblos indoarios— pasaron a ser preeminentes respecto del resto de la sociedad. El otro cambio lo tenemos en el simple cambio de la palabra “casta” por “clase”. De este modo, en este cambio, los reyes y sus coronas simbólicas han quedado al frente y en la cúspide de la organización social simbólica de las sociedades. Tal el por qué de esta organización que se armó en muchas naciones y que perduran hasta el día de hoy en pueblos como el español, el inglés y algunos más.

Adormecidos en sus veleidades por los esquemas y rigores democráticos, siguen concentrando —gracias a aquel viejo encantamiento hindú— las miradas de las gentes… y la de los directores de cine. En el complejo aparato de las casas reales inglesas, la historia de Anne Stuart o Ana Estuardo la coloca como la última Estuardo que pudo reinar, siguiéndole Jorge I del ducado de Brunswick-Luneburgo, más conocido como Hannover. Como dijimos, unificó sus reinados sobre Inglaterra y Escocia como Gran Bretaña. Y también como se dijera, fue una mujer enfermiza.

En La favorita se le achaca gota, pero se cree que también padeció de alguna enfermedad autoinmune, de artritis, rematando con un derrame cerebral que sí aparece en la película (con un error que detectaría rápidamente un médico pero que no vamos a espoilear para no quitarle magia a los momentos finales de la película) y muy posiblemente, también, bulimia. Tuvo muchos hijos: en la cinta se habla de 17, otros aseguran que fueron 18. Todos ellos —hijos de su matrimonio con Jorge de Dinamarca— murieron a poco de nacer salvo uno que vivió hasta poco después de cumplir los 11 años. Esta sucesión de tragedias en su vida fueron trastornándola mentalmente.

De los comentarios que atravesaron las épocas y algunas cartas que se conservaron, se la ve como una mujer infantilizada y muy dependiente, especialmente de Sarah Churchill (Rachel Weisz) duquesa de Malborough —y entre cuyos descendientes se incluiría al propio Winston Churchill—: una mujer ingeniosa, astuta y manipuladora y, además, muy bella. Ana recibió la corona en 1702 tras la muerte de sus parientes, y al no dejar descendencia, acabó —como se acotara—con el futuro de la casa Estuardo. Acerca de si fue lesbiana y Sarah Churchill fue su amor prohibido, caben las dudas.

Sus cartas muestran más dependencia que amor erótico respecto de ella, y cabe destacar que en la psicología de aquellos siglos, las amistades podían ser apasionadas y muy intensas sin que hubiera una componente sexual. Claro está que la hipótesis del lesbianismo pareció convenirles a Deborah Davis y Tony McNamara, guionistas del filme, quienes introdujeron a Abigail Masham (Emma Stone) como otra especuladora oportunista y quien terminó desplazando a Lady Sarah hasta lograr su extradición.

Así las cosas, tenemos una visión general de una película visualmente sólida, con travellings opulentos, estructurada en capítulos, con grandes angulares y exquisitos fundidos encadenados, especialmente en la escena final. También sorpresivos efectos de ojo de pez y estruendosas panorámicas que se trasladan a la simplicidad del relato (carácter estético ajeno a filmes anteriores de Lathimos). Y es a partir de esta simplicidad de relato que se nos permite viajar por el interminable y complejo laberinto del edificio y de las intrigas palaciegas entre dos serpientes que tratan de seducir a la misma Eva.

 

Un fotograma de «La favorita»

 

La existencia como trampa

En el momento en que Abigail tiene su primer encuentro sexual con la reina hay un momento crucial: Ana, en pleno éxtasis sexual exclama débilmente “¡El dolor!”. Es el laberinto, la trampa de la existencia, la ida y la vuelta por pasillos interminables, vagina real incluida. Laberintos en los jardines, laberintos guerreros en Francia. Mapas de estrategias que Ana no entiende. Intrigas políticas que ella preside simulando desmayos para evadir responsabilidades. Ante ella un imperio británico estructurado, que responde a un sistema y que funciona como una máquina que preanuncia la Revolución Industrial… un Imperio que es una locomotora a vapor en ciernes.

Pero bajando a la escala humana, sirvientes, pasiones, reinas o intrigantes van y vienen atrapados por el laberinto del palacio, la nobleza y sus reglas, las complejas circunstancias sociales del reino, y las tensiones internacionales. Y al llegar a la escala individual —la escala central de la película—, se nos aparecen claras las diferentes psicologías que aparecen resumidas, metafóricamente, en esa especie de colección de diecisiete conejos que Ana fue acumulando para reemplazar la imagen de sus hijos muertos.

Los conejos son sus hijos pero también son los aleatorios recorridos que se dan en el palacio y somos nosotros, igualmente atrapados en estas estructuras que hemos elaborado más allá de todos los palacios y ciudades hasta nuestros respectivos interiores espirituales.

El dolor en el orgasmo de la reina: también el placer es parte de la trampa. El juego estrafalario tirando naranjas a un hombre de estrepitosa peluca, totalmente desnudo: el juego como parte de la trampa. Una carrera de patos, lunares postizos, coloretes y enormes pelucas: la elevación social como parte de la trampa. Finalmente, diecisiete hijos muertos como premio por amar también son parte de la trampa…

La metáfora final está en el deporte de matar palomas (del “tiro al pichón”) en el que compiten las primas Sarah y Abigail a lo largo de la película: lo absurdo del ser un humano que teniendo alas se elimina a sí mismo la posibilidad de ser libre…

El filme debe ser visto hasta el final de la proyección, porque Lathimos nos ofrece una especie de salida a lo absurdo de ser un ser humano. El director nos extrae de lo irrazonable a través de una canción de Elton John que acompaña los créditos finales: “Skyline Pigeon” (letra de Bernie Taupin), título de difícil traducción pero que refiere a esa visión “a vuelo de pájaro” que podemos tener de una ciudad en vista aérea, en este caso, desde la perspectiva de una paloma que vuela libre… de una de esas palomas que ni Abigail ni Sarah lograron matar.

El ave nos da la representación de aquel orden cósmico de la ciudad humana (o enorme palacio) que encierra una nube caótica de conejos, cada uno con su doméstica locura personal… Y tras la canción, el sonido de pájaros haciendo sus gritos y aleteos en un ambiente natural, donde, por un momento y como en una película de Tarkovski, se oye caer sobre las aves invisibles y nuestros oídos, la libre y refrescante canción de una lluvia ligera…

 

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Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Afiche publicitario de La favorita (2018), de Yorgos Lanthimos.