Novela «Longotoma», de Gustavo Boldrini: Lo inhabitual de la poesía

Esta es una obra literaria que llama y clama por ver la humanidad que perece, pero también la que permanece en uno para siempre. Y se trata de un libro que tiene otra virtud significativa, ser único en su especie, en este desolado panorama de textos «novelados» y hechos en serie.

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 28.6.2019

“En un momento me sorprendí pues el autor había escrito algo casi idéntico a lo que yo vía en ese momento: que leía a al borde de un río y de pronto veía el destello de unos peces…”
Gustavo Boldrini

“Lograda una conciencia no ordinaria sobre las cosas, anulada la experiencia y la mente racional, se accedía a la espiritualidad de Longotoma, a su destino como territorio sagrado.”
Gustavo Boldrini

 

Gustavo Boldrini Pardo (1951) nos entrega una visión caleidoscópica, si cabe el término, respecto de un lugar físico determinado: Longotoma. Pero no se trata de un espacio físico cualquiera. Quizás ni siquiera se trate de un lugar, sino más bien de las percepciones sensoriales o anímicas de quien escribe y toma como referencia un sitio que conoce muy bien, que asume como propio, que engarza de manera notable con hechos y acontecimientos que han poblado a los seres y animales que habitaron o aún viven en las cercanías.

Y es que, a partir de esa constatación primaria, primigenia incluso, erige o reconstruye un entinglado literario superlativo que excede con largueza la anécdota circunstancial, el evento doméstico o las dramáticas escenas de algún crimen que pudo conmocionar a los habitantes del entorno.

Se trata, entonces, si de algo se trata, de una armazón histórica atemporal, no obstante los hechos concatenados y algunos personajes que circulan como a ramalazos por estas páginas dispersas en su formato, apretadas en su contenido sintético y que permiten deletrear entre líneas, pistas, señuelos, eventos de algo mayor.

Y eso que se traslapa (cubre) tiene un sustrato no menor: la indagación de un autor que avanza de la mano con situaciones y personajes que sirven de pretexto para entregar paralelamente una visión de mundo algo ecléctica y metafórica, difuminada entre aquellos sucesos cotidianos que están llenos de una poesía inhabitual.

De ahí que pase por diseñar vidas mínimas como las del Pipiolo o el Mudo, por ejemplo, marginados sociales inmersos en la vida diaria; o la joven alemana que pierde la vida violada en una playa y que luego tendrá su nombre asociado al de un colegio como homenaje póstumo.

Pero, de pronto emergen unas muchachitas impúberes que corren y cantan y se pierden en un recodo del río y el personaje que narra no sabe qué ha ocurrido ni porqué esa escena cercana a la ilusión lo sacude de tal manera que allí pareciera concentrarse una cuota significativa de su estadía en la tierra: en Longotoma.

He ahí una relación subyacente: la tierra entera, aquella que se dice que no gira, sino que son los mares que rotan y se mueven en una ilusión óptica, esa tierra que en medio de la plaza de la Ligua ha diseñado un pozo sin fin que comunica a la superficie con lo recóndito del planeta; esas aves especiales, que a veces destilan su belleza y despliegan sus vuelos rasantes por las arenas de la playa o se elevan para mirar desde las alturas las dunas del lugar, donde se erigen las sinuosidades de un paisaje milenario, ancestral, único y trascendente, que permite abrir los ojos al mundo desde la arenilla desgajada por milenios desde las montañas; o que en ocasiones se transforman en animales parecidos a los humanos y se asesinan unos a otros en una depredación descontrolada y misteriosamente ordenada por una naturaleza que el hombre desconoce.

En fin, Longotoma (“la espiga de totora”) es la tierra habitable e inhabitada, la que forjó historias alrededor de un sendero, que hizo del caminar un descanso y del descanso un avance que pareciera no tener otro norte que “sentirlo”, que ser parte de aquello que se ve y que ocupa el nacimiento, desarrollo y un día la muerte de quien narra o es narrado, con esa particularidad de ser sujeto indivisible de la tierra y del mundo que la acorrala.

Esta novela tiene seres de carne y hueso, pero tiene también fantasmagorías, entes irreales que son parte de un sueño o que se sueña a medida que la observación se sustrae al hecho mismo de la observación y luego se aparta de lo observado como quien ve un filme perpetuo, en un movimiento oscilatorio interior que deja al lector con una llave invisible puesta en una mano que no existe.

Y es a partir de esa constatación que lo vivido tiene otro sentido. La vida humana y animal, los seres alados y los que reptan por la superficie poseen algo angelical y demoníaco que los une, que los atrapa y que los echa a andar por el espacio atemporal de una literatura circular, única y desmitificadora.

Un libro que tiene la virtud del envolvimiento, de atrapar las sensaciones como si fueran todas nuestras: las de los personajes, las del narrador y las que imaginamos entre líneas. Una novela fragmentada, que no es imposible en modo alguno. Por el contrario: se asoma a las dudas y a las certezas de quienes habitan Longotoma, de quienes hicieron ese territorio parte suya, adscritos a sus movimientos telúricos, a los cambios de la topografía, a esa suerte de maldición sísmica que sacude sus contornos década tras década.

Esos conchales disgregados como pétalos, ese profesor “bibliográfico “enlazado con la bestialidad de una dictadura omnipresente y que lo arrastra hacia las alturas para arrojarlo como un envoltorio arropado en su chaqueta de tweed y que aparecerá más tarde solitaria a orillas de la playa como el cruel vestigio de un ser humano desaparecido. El individuo que se interroga e interroga a alguien consolidando las dudas sobre Longotoma, sitio oscuro y sagrado que lo excede.

Ese o esa Longotoma premunida de hierbas como Belén Belén, o Welen en mapuche, oscura y siniestra que nadie quiere, pero que paradójicamente es temida y respetada. Y ese deambular por el regreso, el sitio hacia donde el personaje retorna desde los años sesenta y donde, seguramente, descubrió o entrevé la maravilla de ser y de existir.

Y al medio de la plaza de La Ligua, como si fuera el ombligo del mundo (quién lo sabe) ese túnel recóndito que aparece y desaparece, pero que regresa porfiada e ineluctablemente,  porque tal vez allí resida la respuesta a un origen difuso, hecho de retazos, de imágenes fotográficas, de momentos que se esfuman, de crónicas enlazadas, de cartas y restos de noticias que algún diario consagró y luego se olvidaron. Una novela, en definitiva, que llama y clama por ver la humanidad que perece, pero también la que permanece en uno para siempre.

Longotoma (Fragmentos de una novela imposible) de Gustavo Boldrini (Ediciones Kultrun, 2016) es un libro que tiene otra virtud significativa: ser único en su especie, en este desolado panorama de textos novelados hechos en serie.

Y eso de por sí es inestimable y por ende, se agradece.

 

Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante poeta, cuentista y novelista chileno de la generación de los ’80 nacido en la zona austral de Magallanes. De profesión abogado, se desempeña también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Gustavo Boldrini

 

 

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Imagen destacada: La playa de Longotoma en la Región de Valparaíso de Chile.