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[Crítica retro] «Ocho apellidos catalanes»: Primeras tardes con Amaia

La penúltima película del director español Emilio Martínez Lázaro demuestra la versatilidad de géneros audiovisuales que puede abordar con llamativa facilidad su experimentado autor. Una comedia romántica llena de risas, liviana, ingeniosa y rebosante de temas socio culturales de la actualidad hispana, coronada artísticamente por las actuaciones protagónicas de Clara Lagos y de Rosa María Sardá.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 26.1.2021

“¿Cómo lo conseguían? ¿Estaban enamorados? Quizás. Hacían el amor y conspiraban, eso era todo. Combinación perfecta”.
Juan Marsé, en Últimas tardes con Teresa

Verdaderos acontecimientos cinematográficos en España, los filmes de Emilio Martínez Lázaro (1945) —un respetado autor de series de televisión, en su país, igualmente— no gozan de la misma popularidad ni en Chile ni en Sudamérica, salvo el recuerdo de una que otra obra estelarizada por la actriz Paz Vega, y la primera parte de esta saga, que se estrenó hace unos años con evidente éxito de taquilla, y la cual llevaba por título Ocho apellidos vascos (2014).

Hace algo más de dos décadas, por ejemplo, el realizador rodó Los peores años de nuestra vida (1994), una pieza bellísima e inolvidable, donde un inspirado Gabino Diego, declamaba poemas, citaba novelas y conquistaba con versos y canciones guitarra en mano al rol interpretado en esa ocasión, por una inmejorable Ariadna Gil.

El escenario era el centro de Madrid en un frío invierno, y se oían cercanas, las bocinas de la Gran Vía, los gritos y cánticos enarbolados en las gradas del Estadio Vicente Calderón y se olían, a metros de distancia, los árboles y el vapor de agua proveniente de la laguna del Parque del Retiro.

Ahora, el “teatro” es a las afueras de Barcelona, bajo un inclemente sol de verano: el verde mediterráneo que rodea a una masía (hacienda o casa patronal, como se las llama en Cataluña), y la luz del mar, un vínculo matrimonial pronto a realizarse, y la presencia de Clara Lago (Amaia), quien pañuelo envuelto en su cabello castaño, es el centro y el foco de atención a lo largo de la cinta, y el juicio y la elección afectiva que decidirá, alrededor del par de galanes que la acechan: Rafa y Pau.

Amaia debe lidiar con el chovinismo de su padre, el que desea verla enlazada con un miembro de la etnia euskera, tal como había quedado meridianamente claro, en la primera parte de la serie, la ya mencionada Ocho apellidos vascos.

En esta continuación, sin embargo, destaca la contraparte del patriotismo catalán, encarnado y difundido por el papel de la antigua musa de Pedro Almodóvar y de Ventura Pons: Rosa María Sardá.

Las actuaciones de Lago y de esta última, resplandecen en el transcurso del largometraje: aquellas mujeres mantienen en alto las cotas de nivel interpretativo, y también dramatizan y colocan un sentido de la actuación frente a la cámara, que añaden calidad compositiva y de personificación, a un elenco que confunde la comedia con el despliegue de gestos corporales fáciles y ramplones.

Claro Lago se perfila, así, como una profesional de las artes que pasa a liderar, junto a Adriana Ugarte, la avanzada de las superlativas, y talentosas actrices españolas, que bordean los 30 años. El foco de Martínez hace parecer a Amaia como una heroína recordable más allá de lo trivial que puede asemejar el argumento de esta película.

Tanto el director como sus dos protagonistas, tienen los fueros y las cualidades artísticas y escénicas, para trabajar en dramas de mayor estatura y pretensiones dramáticas y cinematográficas, qué duda cabe.

De hecho, los planos y encuadres de Ocho apellidos catalanes (2015), demuestran que su realizador es uno de los mejores lentes de la península. En movimiento o quieta, esa cámara en uno, dos, tres enfoques, construye un espacio, las prerrogativas de una realidad diegética, que superan con mucho las expectativas fílmicas que aspira a tener un crédito como éste, pese a las carcajadas y felicidad, inherentes a su propuesta.

El calor y el amor. La temperatura sube, y la creación audiovisual de Martínez Lázaro resulta capaz de percibir con sensibilidad y belleza esa sensación de posible agobio, y de encierro, cuando un gran porcentajes del desarrollo y las acciones de la trama, acontecen bajo el dialecto de palabras pronunciadas en un estío condensado, en esas habitaciones con las ventanas abiertas, cuando suave es la noche, y veraniego, sin ser pesado, fue el día.

Ese factor ambiental, el lente del director lo traslada al otro lado de la tela de proyección, en una construcción teatral de ese proscenio mediterráneo: se sienten el calor, la pulsión y la tensión emocionales que pugnan por liberarse, por acometer el desenlace del argumento, y de este guión que se las arregla con el propósito de explayarse con sorna, en torno a sucesos noticiosos que aprietan la agenda española, desde hace rato: la hipotética independencia de Cataluña del resto de España (por el conducto de un plebiscito), y los sentimientos de confrontación y de “odio” que despiertan la sola existencia de Madrid, la sosegada y señorial capital, en las mentes de los apasionados regionalistas.

La risa sale cómoda, dijimos, pero el duodécimo largometraje de ficción de Martínez Lázaro también ofrece la exposición audiovisual de tópicos como el amor filial y erótico, cuya médula es la figura de Amaia, y su pelo.

Sí, este elemento, en el caso de una actriz como Clara Lago, ocupa gran parte de su expresión corporal ante el ojo de la cámara. Y los retratos que hace de ella el director, resaltan ese atributo natural, femenino y sencillo: el cabello que envuelve su cabeza, y baja por el cuello, hasta traspasar los hombros.

Rasgo fundamental en sus características interpretativas, abren la puerta y entregan una invitación de motivo estético (el vello capilar), para observar estas primeras tardes junto a Amaia, en el contexto de la lumbre seca del verano barcelonés, con álamos y otros vegetales que superan con creces los 300 años de plantados, y que anuncian al Mediterráneo y a los Pirineos.

Quizás, a estas alturas de su trayectoria, uno esperaría más de Martínez Lázaro: producciones monumentales igual que éstas, pero de una categoría cinematográfica que las transformasen en un legado, en un testamento a la posteridad, pensando en su edad respetable y en su vigencia de procedimientos técnicos.

Una cinta que, por ejemplo, abordase en su trama los vínculos entre un hombre y una mujer, vividos en su etapa madura y biográfica de vejez. Igual que antes lo hiciera con sus hermosas películas dedicadas a la pasión adulta, juvenil y precoz: Los peores años de nuestra vida, Amo tu cama rica (1992), El otro lado de la cama (2002), o la tragedia de la Guerra Civil hispana y su mirada y opiniones particularísima, vistas en Las 13 rosas (2007).

Dueña de una banda sonora atendible, Ocho apellidos catalanes es una opción respetable para quien busque divertirse con un sentido de la juerga histórica (las eternas rivalidades provinciales y de distintas zonas geográficas que guarda España), y de paso ver y descubrir la prestancia y el talento de Clara Lago, y por supuesto, reafirmar los mismos adjetivos acerca de las condiciones profesionales de Rosa María Sardá.

 

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Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Ocho apellidos catalanes (2015).

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