«El irlandés”, de Martin Scorsese: Los mitos del imperio norteamericano

El filme del realizador estadounidense también puede visionarse críticamente como un fresco audiovisual y estético que indaga en los grandes enigmas presentes en la trayectoria histórica de la mayor potencia del orbe: los significados de un relato oculto que trascienden al oficial, y el cual en última instancia define lo que el resto de la sociedad y los manuales de la disciplina -y el imaginario colectivo- registran como verdaderos.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 11.12.2019

Hay todo un mundo que es estudiado, medido y manipulado por la ciencia… y tan fuerte es la presencia en nuestras mentes de la ciencia que nos llevó a descreer de otra cosa que no sea lo que nuestros sentidos nos dan como evidencia directa a través de métodos empíricos más o menos relacionados con el método científico. Discurso que nos dice que ese mundo empieza y termina en sí mismo, cerrado sobre sus leyes, cancelando nuestras capacidades de voluntad, de esperanza o imaginación. Estamos encadenados en la prisión de la realidad. Sus gruesos barrotes atrapan nuestra mente con el rigor de una especie muy particular de verdad: verdad es lo que se dice que es verdad y no lo que decimos nosotros -cada uno de nosotros- que es verdad. Nosotros debemos decir lo que se nos es dicho. Y esa verdad -que tiene varios nombres, tales como cultura, educación, sentido común- es la que retroactúa sobre lo que después llamaremos realidad… y así viven toda su vida los que no pueden ver que no hay jaula, barrotes ni limitaciones a lo que queremos llamar verdadero o real.

Podríamos pensar, por ejemplo, a la realidad como toda una serie de relatos que se tejen por un telar que funciona en nuestro interior mental (o exterior, eso es lo de menos). Lo más interesante es que ese telar que teje nuestras historias de cultura, educación y sentido común es al mismo tiempo otro tejido para sí mismo… pero que en el discurso moderno se ha convertido en un hilo pernicioso. Su tejido mental se vende a sí mismo como el único tejido posible. Antiguamente, a estos patrones mentales se los aceptaba en una variedad de formas que “fijaban” la imagen del mundo en toda una gama de relatos que estructuraban lo real. Que le daban origen y sentido a lo que se vivía. En general, la verdad no era tanto un problema para alcanzar y aceptar sino que la verdad se vivía a lo largo y lo ancho del tejido del espíritu. Y a estos tejidos, con sus variopintos diseños, hubo una época -científica, por supuesto-, en las que se los empezó a clasificar -desde la antropología- como mitos… y como tales allí quedaron relegados: como componentes al margen de lo culto y civilizado. El mito pasó a ser sinónimo de cuento, de historia inventada y, más atrevidamente, como sinónimos de mentira. Pero en el funcionamiento de la mente, todo lo que le es espontáneo y natural, por más que se lo quiera reprimir, resurge de alguna forma. Nuestra necesidad de buscar la Verdad en lo investigado se convirtió en un “paradigma” que será verdadero mientras una comunidad científica lo acepte como tal. Tal la definición epistemológica de la Verdad según Thomas Kuhn (1922-1960)… en otras palabras, la Verdad científica es una historia más: se ha revelado a sí misma como un cuento más… como otro mito. Un tejido de la mente que comenzó a mostrar sus hilachas, lamparones y parches. Una gastada alfombra que ya empezaba a traslucir los mitos que nunca nos habían abandonado del todo, sino que habíamos quedado atrapados en uno de ellos, como quien queda atrapado en un sueño sin poder despertar.

En este sentido, Mircea Eliade dijo en 1990: “El mito nunca ha desaparecido por completo. Se siente en los sueños, en las fantasías y las nostalgias del hombre moderno, y la enorme literatura psicológica nos ha acostumbrado a encontrar la mitología grande y pequeña en la actividad inconsciente y semiconsciente de cada individuo…”. Lo que el rumano no se atrevía a decir es que su propio discurso formaba parte de ese universo mitológico… pero ese ya es un problema que deberán ir resolviendo los propios científicos. ¿Pero qué nos queda a los demás? Por empezar, resolver ese juego retorcido que nos plantea Martin Scorsese en Taxi Driver -1976- con ese Travis Bickle (Robert De Niro) que se habla al espejo y que le pregunta a su otro yo con gozosa obsesión: “¿Me hablas a mi?”…, ese otro yo que le pregunta a él lo mismo, sólo que desde el reflejo: su reflejo también se cuestiona su realidad. ¿Dónde estamos? ¿De qué lado de ese espejo estamos en nuestra visión del mundo? ¿Aceptamos nuestras historias o seguimos creyendo que los unicornios rosados, la familia Simpson o los pretendientes de Penélope nunca existieron? ¿Aceptaremos de nuevo esas historias que convivieron con nosotros? ¿Nos atreveremos a contestarles desde el espejo del mito de la Verdad, sin mentirnos más? ¿Cómo vamos a decir que los mitos han desaparecido si, recientemente, se ha revolucionado el discurso del arte en el mundo -en el submundo de los mercados, al menos- a partir de una banana pegada con cinta adhesiva a una pared? El Hombre todo, su mente y su cuerpo sin distinciones, vive una aventura mítica constante, en la que se incluyen la ciencia y el arte y todo lo que crece en nuestra realidad como parte de nuestra verdad y que nos tiene a cada uno de nosotros como un perpetuo Jasón liderando a los Argonautas.

Seguimos, todavía, creyendo que muchos de esos cuentos -como la Verdad científica- constituyen verdades infranqueables, pero lo hacemos, en esencia, por comodidad: porque seguimos prefiriendo que otro piense por nosotros acerca de lo que es verdad, eliminando todo rastro de creatividad… pero los mitos -nuestras historias, que son literarias, personales y culturales- estarán siempre allí, tejiéndose y destejiéndose de generación en generación, y el arte es una de las principales herramientas para traernos noticias de ese mundo vivo y palpitante. Y esto porque el arte es un mito vivo que se asume como tal y que vive alimentándose de lo mítico del Hombre. En el arte el Hombre libera su presión ancestral mítica de la forma más pura posible… Y cada artista acepta, si es creativo, su camino a través de un mito. Y si se es un gran artista creará su propia mitología, su propia red de redes, de historias a las que encadena entre sí para darnos el placer estético de crear -no descubrir- un nuevo mundo.

Se nos podrá decir que en El irlandés -2019- Scorsese denuncia más que descubre el mundo de los sindicatos, el de la política, el de la mafia y el de la evolución de un hombre común en un sicario despiadado. Sin embargo, podemos contestar que lo que denuncia en el filme es el mito de lo estadounidense, o de lo estadounidense como mito en el gran telar mágico del poder, del dinero y de la política… tejido donde medran y obtienen sus ganancias los mafiosos que han construido -desde su origen en Europa- su propio sistema de mitos. Sistema que ya se insinúa como un monstruo en la trilogía de El Padrino de Francis F. Coppola -iniciada en el 72-. Sin embargo, en El irlandés, a esa red de verdades mentirosas se le suma la ambigüedad de afectos que siente el espectador ante el paso del tiempo por las mentes y cuerpos de los protagonistas -asesinos a sueldo- así como el enjambre gordiano que se expande horizontal y verticalmente y que conforma ese otro mito que para el mundo representan los Estados Unidos de América.

 

«El irlandés», de Martin Scorsese

 

Los mitos se entrelazan

Son 209 minutos de El irlandés que fluyen amablemente, en una perfecta dosificación de momentos de armonía y asperezas que no dejan bajar la guardia a lo largo de toda la proyección. Incluso, por momentos, parece la contracara -oscura- de una película de Woody Allen: el travelling por los clubes y restoranes de los 50 y los clásicos de la música de aquellas épocas, con melenas masculinas engominadas y damas risueñas… todo es un nostálgico ensueño donde un feroz villano devora su bistec con hambre animal…

La película inicia con un bello plano secuencia en un geriátrico que culmina con Robert De Niro como Frank “The Irishman” Sheeran. Allí, él relata (¿a nosotros?) todo acerca de su historia. En los 50, en Filadelfia, Sheeran trabajaba como camionero y comienza a vender parte del contenido de su cargamento a los gángsters de la familia criminal local. Después de que sus empleadores lo acusan de robo, el abogado del sindicato, Bill Bufalino (Ray Romano) lo defiende en el juicio luego de que Sheeran se negara a dar nombres al juez. Bill presenta a Sheeran a su primo Russell Bufalino (Joe Pesci) jefe de la familia criminal de Northeastern Pennsylvania. Sheeran comienza a realizar todo tipo de trabajos para Russell y miembros de los bajos fondos del sur de Filadelfia. Y es a través de Russell, que Sheeran termina conociendo a Jimmy Hoffa (Al Pacino), líder absoluto de la Hermandad Internacional de Camioneros. A medida que Hoffa ingresa en confianza con Sheeran y su familia, el irlandés se transforma en su principal guardaespaldas y amigo personal. Por su lado, Hoffa tiene lazos económicos con la familia Bufalino pero su imperio comienza a decaer ante el ascendente Anthony “Tony Pro” Provenzano (Stephen Graham), y por la presión del FBI, terminando preso cinco años por fraude. Así, poco a poco, el imperio de Hoffa, una vez liberado de la cárcel, entra en una definitiva crisis con la mafia que le ha perdido la confianza, situación que desencadena la tragedia final.

Una tensa calma anima muchas de sus escenas y terminan dando una lección de cómo se narra una historia de más de tres horas sin ningún bache en el guión y que, a pesar de las aisladas situaciones de violencia que terminan siendo varias simplemente porque es larga la película, nunca se llega a abusar de esa violencia en pos de “levantar la atención” del espectador. Los momentos más sublimes del filme, en cuanto a violencia, son de una penetrante calma: vehículos negros que se deslizan sedosos como serpientes o ataúdes; miradas; diálogos tersos; una mujer que no sabe si su auto va a explotar al darle arranque; el constante deslizamiento de intenciones en las miradas y los diálogos entre atmósferas de falsedad consentida, viviendo a consciencia el mito de la mafia… y todo amenizado aquí y allá con calculados (en tiempo y contenido) toques de humor negro.

Sin olvidar, por supuesto, el contexto histórico que se filtra a través de hechos puntuales como la traición de John F. Kennedy a Hoffa al poner a su hermano Robert “Bobby” Kennedy como fiscal general casi en exclusividad para desentrañar la maraña de corrupción que rodeaba al sindicalista. Pero a este tejido político se le suma uno más abstracto y omniabarcante: la guerra. Sheeran, a pesar de ser irlandés, hablaba italiano porque había formado parte de las fuerzas aliadas que lucharon en el frente itálico, de modo que reunía las condiciones para convertirse en el primer no italiano en recibir el anillo de la mafia que lucirá hasta el final. Por su lado, la guerra permanente es el negocio de perfil mafioso -y tejido mítico- que repite a lo largo de toda su historia los EE.UU. No es un misterio para nadie que este corte mafioso del gobierno americano para manejar sus guerras tomó el giro actual por lo menos desde el gobierno de Nixon y que la historia de los mafiosos norteamericanos tenía el mismo funcionamiento en el ámbito político, sólo que, y naturalmente, a escala mayor… y siempre con otro mítico, inasible e invisible “más arriba”: Bufalino le habla a Sheeran de órdenes que vienen “de arriba”… de un arriba “que pudo matar a un presidente y que puede matar a un sindicalista aun tan poderoso como Hoffa…”. En cuanto a su muerte y el destino de su cuerpo, Scorsese se juega por una de los tantos mitos que se tejieron al respecto, entre los varios que poblaron en aquellos años al pueblo norteamericano…

 

«El irlandés» (2019), de Martin Scorsese

 

Pero el tiempo pasa

No obstante este panorama de tejidos míticos entrelazados, de rituales religiosos -porque la Iglesia Católica no está nunca ausente en la ritualística de la mafia italiana- y lealtades al mejor postor, comenzó a tallar otro factor que desnudó el último mito sobre el que se concentró Scorsese: el paso del tiempo. Los tres grandes de ascendencia italiana como el propio director, fueron manipulados por las artes tecnológicas de tres argentinos: Nelson Sepúlveda, Pablo Helman y Leandro Estebecorena junto a 500 técnicos más, para lograr “el milagro” de rejuvenecer a Pesci, De Niro y Pacino unos 30 años. Aunque Scorsese no quería que, por ejemplo, De Niro se viera tal como era en Taxi Driver y De Niro tampoco aceptaba que en su cara se colocaran los “marcadores” que se usan en animación computada, de modo que hubo que trabajar rostros y cuerpos de una manera que llevó a investigaciones tecnológicas nuevas y el resultado terminó siendo muy bueno… y sobre todo, ayudaba al contraste buscado por el director sobre el final: los que quedan son todos viejos leones desdentados; físicamente frágiles y acabados y muriendo uno tras otro.

Los dos últimos mitos que le quedaban al viejo Sheeran para contemplar y enfrentar terminaron siendo Dios y la vida. Del mito de la vida se dio cuenta de cuán frágil era cuando dialoga -ya en silla de ruedas- con la enfermera del geriátrico y le muestra la foto de Hoffa con su hija Peggy: “Es Jimmy Hoffa… -sonríe, y reconoce: -…No sabes quién es…”, y la joven enfermera da la primera palada para la tumba: “Ok… No sé quién es…”, a lo que Sheeran acota: “No sabes lo rápido que se va el tiempo hasta que estás aquí…”. La vida era otro tejido que se le deshacía entre sus dedos. Con Dios tuvo su momento de revelación mítica ante un cura. Tras rezar y arrepentirse termina confesando que no sentía ninguna necesidad ni angustia especial que lo moviera al arrepentimiento. Scorsese lo coloca, definitivamente, en su rol de asesino: no hay perdón posible. Enfrentado a esta historia que se le termina -la vida- Sheeran comienza a preparar su propia muerte: él mismo desteje hilo por hilo el cuento cruel de su existencia, aunque lucha para que sea “lo menos definitivo posible”: elije su ataúd -verde, como el color de su Irlanda y como una manera de extenderse hacia atrás en el tiempo- y elije no ser enterrado y menos aún cremado, sino colocado en un nicho… y en los niveles superiores, donde hubiera todavía algo de él que durara en el tiempo y “que no fuera tan definitivo”…

Y así, Scorsese, con una gran habilidad narrativa conserva, rescata y teje el mito de un asesino de la mafia que acompañó una etapa del mito americano.

Sheeran le pide al cura que cuando se vaya no cierre la puerta del todo para que no sea todo “tan definitivo”… y ahí se queda: viejo, solo, en silla de ruedas y olvidado en una habitación del geriátrico -en un doloroso paralelo con Al Pacino en el final de El Padrino III– esperando a lo único que no sabemos completamente si es el fin de todos los mitos de nuestra existencia o si se trata del flamante comienzo del último de los mitos: la Muerte.

 

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Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Un fotograma del filme El irlandés (2019), del realizador estadounidense Martin Scorsese.