«Providencia poética»: La literatura me salvó en 1973

Rescato hoy esta crónica, escrita hace más de una década, donde doy cuenta de un hecho real, sin adobos literarios ni adiciones imaginarias, tal como ocurriera, hace cuarenta y seis años. En estos dos meses de convulsiones sociales y aun revolucionarias, contrasto la actitud de los jóvenes post-dictadura y de los bisoños «millenialls» frente a las fuerzas represoras de la milicia y de la policía, con nuestro comportamiento en la época del feroz golpe militar. Me llama la atención el coraje de las nuevas generaciones, su abierto desafío al orden caduco y nefasto que el neoliberalismo agonizante defiende, como una fiera herida, con todas sus armas disponibles. Ofrezco el texto, con algunas precisiones actualizadas, a los lectores de «Cine y Literatura».

Por Edmundo Moure Rojas

Publicada el 12.12.2019

Fue una tarde de septiembre de 1973. Habían transcurrido diez días desde el cruento golpe militar y de la muerte del “compañero Presidente”, Salvador Allende. Estábamos bajo riguroso “toque de queda”. La casa permanecía en hosco silencio, como todo el barrio, como el gran Santiago y la Patria ultrajada, de norte a sur, mientras escuchábamos por la radio los luctuosos sucesos. Se sucedían los bandos militares, las amenazas y proclamas “antimarxistas”. El miedo penetraba hasta lo más íntimo, como peste negra. El odio homicida manaba desde el poder, sin moderación alguna, descarnado y brutal. Las voces de los generales sublevados me hacían recordar al contrahecho comandante Millán Astray, cuando amenazaba a don Miguel de Unamuno, rector de la Universidad de Salamanca, poniéndole la pistola sobre el escritorio mientras le gritaba: “¡Muera la inteligencia, viva la muerte!”.

Llamaron a la puerta de nuestra casa, sita en La Cisterna, al sur de Santiago del Nuevo Extremo. Antes de abrir, miré por la ventana. Eran tres uniformados en tenida de combate. Irrumpieron sin mayores preámbulos: un oficial de infantería y dos jóvenes reclutas que apestaban a pisco… (Se les hacía ingerir una mezcla del fuerte licor nortino –más peruano que chileno- con algo de cocaína; era la pócima del coraje cuartelero). El teniente portaba una metralleta sueca, y los dos milicos, sendos fusiles yanquis de reciente fabricación (Nixon mediante).

-Haremos un registro- me espetó el mílite. (El día anterior, sábado, un grupo de combatientes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria había atacado la comisaría policial del barrio, matando a cuatro carabineros; una de varias escaramuzas contra el descomunal enemigo que les llevaba una ventaja de cien a uno, puesto que en Chile no se produjo ni siquiera un conato de guerra civil. El cuartelazo fue brutal y sanguinario, y la resistencia armada se circunscribió a un puñado de auténticos suicidas, que carecían de instrucción militar básica y de armamento propicio).

Los soldados ingresaron, hurgando en lo que les pareciera sospechoso (yo había sido director de la casa de la cultura del ayuntamiento, un subversivo en potencia, compartiendo afanes con mis compañeros comunistas, Manolo Garrido, Percival Philips, los poetas Hernán Miranda y Pepe Cuevas, también Clemente Astudillo, el célebre Flaco que, después de un fallido intento de suicidio en Roma, al caer de un noveno piso en las lechugas de una verdulería, iba a ser motejado, ya para siempre, como “El Cóndor Pasa”). Los guerreros por encargo registraron armarios y otros muebles, dieron vuelta las ropas de cama, removieron todos los objetos a su paso. No había armas, aparte de tantas palabras guardadas en las cartucheras de los libros, haciéndose metáfora en los versos de Gabriel Celaya: “La poesía es un arma cargada de futuro”.

El teniente quiso revisar la habitación “de servicio”. La usábamos como improvisado escritorio y andel literario. Encendí la luz. Desde el muro nos miraba Ernesto Che Guevara: un retrato en reluciente cobre chileno, regalo de mi amigo socialista, Carlos del Real. En la biblioteca destacaban los verdes tomos empastados de Editora Austral, que me proveía la diligente compañera Violeta, con obras de Maquiavelo, Bakunin, Lenin, Engels, Marx, y otros autores diabólicos. (Yo no tuve la precaución de esconder aquellas terribles pruebas del delito). Recordé que en casa de un escritor amigo habían requisado La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset, y La revolución en el amor, best seller de una gringa cuyo nombre olvido, tal vez subversiva en la cama.

El trámite habitual de una requisa incluía destrucción de enseres, robo de especies y, por supuesto, vejámenes a los moradores. Se produjo un espacio de silencio, nada angélico, sino más bien angustioso y sofocante. El militar me miró con fijeza; transpiré, esperando un terrible desenlace; entonces, habló para decirme:

-Se ve que a usted le gusta la literatura…

Sí –le dije-, casi en un suspiro, -es mi razón de vivir.

Hubo una pausa, aligerada como el vuelo de la golondrina.

–Yo tengo un tío escritor agregó el oficial, con voz serena, casi meliflua en la tensión acerada de la tarde… -Es mi tío, poeta del sur, Altenor Guerrero.

Me volvió el alma al cuerpo y el habla a la memoria.

–Aquí tengo su mejor libro- le dije, y extendiendo el brazo hacia el andel, extraje el bello poemario Hondo sur. En la portadilla estaba escrita una afectuosa dedicatoria a este escriba que ahora cuenta aquella historia: «Al joven poeta Edmundo Moure, con el aprecio de…».

El oficial sonrió, aquiescente, amigable, humano por encima de sus violentas ferreterías; me habló con emoción admirativa de su tío Altenor, confesó, como un oscuro pecado, su propio interés por la literatura. Abrí el libro y leí algunos versos, al azar: “Los pájaros del mundo/ cantan para todos./ Son las mismas canciones/ en el bosque o la ciudad./ Idioma de los trinos,/ mensaje de alegría./ Yo digo, por ejemplo,/ que cante el ruiseñor: /¿Necesita traductores?”.

Los ojos del teniente se llenaron de lluvia. A punto estuve de abrazarle, pero no habría sido ético ni menos “políticamente correcto”…

Pensé en regalarle mi primer poemario, Ciudad crepuscular, pero qué podía escribirle en la dedicatoria que no me pesara después en las alas del remordimiento. Me abstuve, aguardando sus últimas palabras.

Al salir, en la acera, me dijo, con mirada candorosa:

-Gracias por su acogida… Ha sido un gusto conocerle… Permítame recomendarle algo, sin ofenderle, claro… Mire, guarde ese poster del Che; puede traerle problemas, nadie sabe…

Le vi alejarse, con sus dos conscriptos en patética escolta. Pensé en Altenor, en Neruda, en Juvencio Valle, en Jorge Teillier, en los poetas del sur lluvioso y mágico de Chile, donde la poesía crece como helechos de un bosque interminable. No sentí odio ni resentimiento, a pesar de que la patria se precipitaba en un agujero negro, en esa longa noite de pedra [1] que iba a durar diecisiete larguísimos años, cuyo despertar aguardamos como una promesa llena de arcoíris que no se cumplió, aunque hoy pareciera renacer la esperanza en quienes retoman el testimonio para seguir la carrera en pos de la esperanza.

Volví al libro que había dejado abierto cuando golpearon nuestra puerta y traté, infructuosamente, de retomar la lectura, pero las palabras se deslizaban bajo mis ojos, ajenas a todo entendimiento. Sin embargo, como un extraño ramalazo, me invadió la certeza de que la Divina Providencia velaba por la poesía y continuaba siendo, pese a todo, un ente sobrenatural favorable a las izquierdas.

 

Citas:

[1] Longa noite de pedra: En lengua gallega, larga noche de piedra (expresión acuñada por el poeta Celso Emilio Ferreiro durante su exilio en Venezuela).

 

Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros, se familiarizó con la poesía española y la literatura gallega en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la cual su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, y director cultural de Lar Gallego desde 1994. Contador de profesión y escritor de oficio y de vida fue el creador del Centro de Estudios Gallegos en la Universidad de Santiago de Chile, donde ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas». Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Chile y seis en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos.

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Crédito de la imagen destacada: Horacio Villalobos.