[Cuentos de mujeres] «Tres meses»: La solidaridad obrera

El histórico sello Ediciones Alerce de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) ha iniciado durante el último tiempo una destacada labor de trabajo tallerístico con jóvenes narradoras en el afán de rescatar al inmenso y pujante talento femenino que guardan las letras nacionales, y en una alianza estratégica con esta casa periodística independiente, se publicarán en nuestra plataforma las creaciones lanzadas recientemente en la materia, por ese importante símbolo difusor y estético de la literatura del país, que ha regresado al debate público para el bien de la vida cultural de la nación. [Nota de la Redacción] 

Por Ana Lea-Plaza

Publicado el 13.2.2021

Cuando vimos al Edgardo aparecer no lo podíamos creer. No sé qué hora sería del jueves o quizá ya era viernes. Llevábamos lo que parecía una vida de trabajo al sol, mezclando cemento y acarreando durmientes. Yo laburaba mecánicamente pensando en mi Claudita. Al ver la silueta a contraluz del Edgar, flotando en medio de la construcción a medio hacer, pensé que se trataba de una alucinación, un mesías que caminaba hacia nosotros. Me giré hacia Julián y su expresión lo confirmó: Edgardo había vuelto.

Lo abordamos sin tregua, dejando las hormigoneras girando sobre sí y los rastrillos clavados en el terreno. Rodeamos a Edgar, mientras don José nos espantaba como a las moscas. «¡Que lo dejen respirar o se acaba el espectáculo!» Parecíamos una cuadrilla de escolares precipitándose ante un Rey Arturo por su autógrafo. Con Julián fuimos deprisa a ubicarnos en la primera línea, nos urgía verlo y tocarlo. Edgardo se había transformado en un mito urbano, y la leyenda decía que cualquiera de nosotros podía correr su misma suerte.

Edgardo contempló el corro que conformamos los del turno de la mañana y nos dedicó un gesto que yo no conocía. Sí, eran tres meses desde la última vez que lo vimos, pero Edgar era otro. Hace noventa días que había desaparecido, plantándonos en plena final de la liga vecinal y ahora, resurgía ante nosotros con la mirada cargada de cicatrices frescas, cicatrices que no combinaban con su cuerpo de veinteañero. Mientras el recién llegado se aprestaba a contarnos su historia, recordé el día en que se esfumó.

—Puta que es hueón este hueón. Dijimos a las ocho —tres meses antes, Julián había perdido la paciencia en pocos minutos. Fue imposible mantener la moral alta cuando nuestros enemigos históricos, los jugadores del equipo de Los Cogotes, habían empezado a celebrar por el walkover. Ya eran casi las nueve y solo quedábamos Julián y yo.

—Tú sabís que el Edgar siempre calcula mal, pero llámalo po —respondí mientras dibujaba con los dedos en el piso gélido de la cancha.

—No, llámalo tú, que no ando con el teléfono.

—Ya, yo lo llamo, pero háblale tú —dije lanzándole el aparato a la cara.

Julián lo atrapó al vuelo y activó el altavoz. Escuchamos el invariable tono por cinco minutos. Sin señal de Edgardo y con la copa del campeonato alejándose definitivamente, nos largamos enfurecidos. Recordé que Julián incluso pateó la reja de la cancha y tuvimos que usar la cuota del equipo para arreglarla. Nada podía anticipar que esa misma noche mi teléfono sonaría a las tres de la mañana, lo que sería el comienzo y el fin de tanto.

Recordé la confusión al día siguiente. Aparentemente había atendido el llamado, pero sin captar una sola palabra del balbuceo femenino que colmó mi habitación y que me llevó a soñar con la Claudita, la hermana mayor de Edgardo. En ese momento había pensado que no podía ser ella, pero aparecieron imágenes de su rostro iluminando los rincones de mi mente. Evoqué la sensación de inquietud al despertar que era, ahora que lo pensaba, por razones absurdas: mi mayor preocupación consistía en que Edgardo supiera de mi secreto flechazo por su hermana. ¿Ya sabrá que hace un mes somos novios?

También me acordé de que, a pesar de la desorientación, me despabilé, tomé el teléfono y vi que era real: tenía quince mensajes de ella sin leer. Pensé cien mil cosas, las que concluían en lo mismo: algo no andaba bien. Añoraba el día en que ella quisiera hablarme, jamás hubiese pensado que después sería mi Claudita, pero en ese momento sabía que no era un llamado romántico. Me vestí con lo primero que encontré y me lancé como un orangután escaleras abajo, frenando en seco al ver a la mamá de Edgardo, a la Claudita y a mi mamá sentadas a la mesa, con una taza de té cada una y las dos primeras sollozando.

—¿Qué ha pasado? —pregunté ansioso por el semblante que ellas proyectaban.

—Edgardo no llegó anoche a dormir. Lo hemos buscado en toda la villa y no hay caso —respondió la mamá de Edgardo con un hilo de voz. Ella había sido madre soltera y lo único que tenía era a Edgar y a Claudita.

—¿Qué significa? —pregunté como un imbécil, tratando de digerir la información.

—¡Tú qué crees! No hagas preguntas tontas, ayúdanos a encontrarlo. Mándales un mensaje a tus amigos. ¡Haz algo! —respondió mi madre con un ladrido.

Humillado por sus palabras que me dejaron como un tarado frente a Claudita, salí hecho una bala hacia el pasaje. Casi pude sentir nuevamente la brisa helada que me abofeteó el rostro esa mañana, despejándome la cabeza a la fuerza y obligándome a tomar acción. ¡Julián! Me dirigí raudo a la residencia de mi amigo, sin prestar atención a los automóviles que me esquivaban. Cada hora que transcurría en ausencia de Edgardo me alarmaba empezando a temer lo peor, pero admito que en esos primeros momentos lo que más me importaba era hallarlo para que Claudita dejara de verme como el amigo pequeño de su hermano, que me viera como un hombre.

Con Julián registramos en todas partes: en la construcción y con los compañeros, en la oficina de don José, con los chicos de la villa y con doña Enriqueta del kiosco. Nada, no había rastros del muy hijo de puta que nos daba este susto, en especial a la Claudita. Sin embargo, también recordé que más tarde, en medio de la desesperanza, recostado en el césped de alguna plaza después de unas seis o siete horas de búsqueda, un relámpago recorrió mi mente y supe exactamente lo que había pasado.

—¿Julián? —inquirí a mi amigo casi al anochecer.

—¿Qué pasa ahora? —me respondió Julián desanimado y hambriento.

—Ya sé dónde está Edgardo.

—¡Sin tanto misterio! Escúpelo de una vez que tu madre, la mía y la de Edgardo nos mataran tres veces a cada uno.

—Acompáñame —tomé del brazo a Julián y lo arrastré por casi tres kilómetros.

Después de caminar en silencio unos cuarenta minutos, arribamos a un edificio destartalado que rezaba «Comisaría Villa Caldas», pintado de colores blanco y verde de los que solo quedaban vestigios. Julián se detuvo bruscamente en el portal y me dijo al oído que ni cagando se adentraría en un enjambre de pacos. Yo no me di por enterado y lo remolqué al interior del cuartel.

—¡Cállate, Julián! Espérame aquí, ya sé quién nos puede ayudar —le dije mientras él seguía quejándose por lo bajo.

Lo dejé lloriqueando en una banca de acero oxidado y me aboqué a la tarea de recuperar a Edgardo. Luego de varias súplicas, diplomacia e insistencia en que Edgardo era mi familiar —lo que no era descabellado dada mi esperanza de casarme con su hermana—, el cabo Gómez, que me conocía del liceo, cedió y confirmó mis temores. Edgardo estaba detenido. Regresé donde Julián y sin mediar frase alguna, únicamente por la expresión que llevaba, él también lo supo.

 

***

Edgardo nos estrechó a cada uno de los compañeros de la construcción, jugando a inspeccionarnos como si en tres meses nos hubiese olvidado completamente. Observó la atenta audiencia que formábamos entre todos. Lanzó una mirada a don José, quien asintió a lo lejos, autorizándonos a adelantar la hora de descanso para poder escuchar al recién llegado.

Nos contó muchas cosas: que hace tres meses había llegado a su casa y después de plantar un beso en la frente de su madre y de Claudita, mientras engullía un pedazo de pan, tocó los bolsillos de su pantalón y notó que había olvidado las llaves de la caseta de seguridad de la construcción. También, que su idea era entrar a cubrir el turno de la noche un poco más tarde, porque era la primera vez que llegábamos a final de la liga y don José no se enteraría. Hubo un minuto de silencio en el relato, en que todos recordamos al equipo de Los Cogotes, con sus expresiones burlonas y, siempre a la misma hora, pasar frente a la obra blandiendo el brillante trofeo desde esa noche hasta el presente.

Nos mencionó que como solo era una hora fuera y las canchas estaban cerca de la construcción, la Enriqueta del kiosco lo alertaría en caso de que algún maleante intentase robarse las bolsas de cemento. En ese momento del relato me distraje y recordé que cuando habíamos estado buscándolo hace tres meses, interrogamos a la Enriqueta y ella nos había dicho que no sabía nada de Edgar. Me pareció extraño, pero quise pensar que Edgardo estaba confundido.

Continuó relatando que a las siete tomó su bicicleta, que se dirigió rumbo a la calle Caldas con Tineo y que venía distraído pensando en recuperar las llaves de la caseta, cuando sintió un golpe por su lado derecho. Algo lo embistió. Una vez, otra vez, hasta que lo desequilibró y botó en la calzada. Nos contó que levantó la vista para encarar al lunático que intentaba atropellarlo, pero que quedó cegado ante balizas y gritos monosilábicos.

—¡Hijos de puta! —interrumpió Julián, totalmente absorto en la historia.

—¡Déjalo que termine! —gritaron varios.

Aseveró que en ese instante quedó en blanco. Cerró los ojos y al abrirlos, apareció al interior de un vehículo a la espera de algo que no entendía. Lo insultaron, forzándolo a confesar lo que había hecho. Pasó la noche en un calabozo con olor a orina y alcohol. Nos dijo que de pura desesperación se desmayó tres veces y que al día siguiente, le presentaron a una señorita que tenía una mueca rígida en vez de boca, su defensora, a quien le expresó que no sabía de qué lo acusaban.

Con los ojos brillantes logró articular que a la mañana siguiente lo trasladaron al tribunal esposado y nos enseñó las heridas todavía visibles en sus muñecas. Después supo que lo acusaban de un robo a un chiquillo de quince años. Decían que él le había arrebatado con un cuchillo y a golpes su teléfono móvil. «¿Para qué, si yo andaba con mi propio teléfono?» —inquirió mirándonos fijamente y todos asentimos—. Yo lo observé con detención y pude notar que también tenía los nudillos cicatrizados.

Edgardo nos manifestó que intentó defenderse, mas el juez le dijo que le convenía callar. Mientras el fiscal crujía sus dedos y contaba los hechos que sonaban a una historia de terror, la señorita de la mueca le decía que todo lo solucionarían cuando lo fuera a visitar al penal, que ahora era mejor escuchar y esperar. Nos dijo que en ese momento, no entendió por qué lo tenían que arreglar después y no en la audiencia que lo dejaría preso. Luego supo que su mamá y la Claudita la contrataron porque según el anuncio era la mejor asesoría jurídica y se cobraba por hora.

—¿Y cómo es estar ahí, en cana? —preguntó uno de los oyentes, persignándose.

—¡Es que tú eres imbécil! —gritó Julián, arremetiendo contra el impertinente que preguntó tamaña barbaridad, aunque todos nos moríamos por saber. Edgardo nos tranquilizó y nos dijo que esa historia la dejaba para otro día.

Prosiguió con el relato y supimos que nunca encontraron el teléfono robado ni el supuesto cuchillo. Además nos dijo que esa noche en la comisaría escuchó por la alcantarilla del calabozo, que al parecer daba a una sala del segundo piso del cuartel, a personas conversando. Decían que «es importante ponernos de acuerdo, por tonteras así los casos se caen» y que «lo importante es que lo atrapamos, lo demás, son detalles». En ese momento recordé el rostro compungido del cabo Gómez en el cuartel y comprendí sus evasivas.

Después de la dramática narración, la hora de colación terminó con un silbido de don José. La audiencia se dispersó y Edgardo se me acercó. Me abrazó como si fuéramos hermanos y me dijo al oído que no me preocupara, que sabía que yo lo había buscado día y noche en esa ocasión, que la Claudita lo había visitado en la cárcel y se lo había dicho. Yo me solté un poco de su abrazo, lo miré con preocupación y asentí.

Antes de poder decirle nada, volvió a apretarme con fuerza y mencionó que sabía mi secreto y que me daba su bendición para salir con Claudita, y riendo me dijo que si la hacía sufrir, me mataría. Yo le devolví con fuerza el abrazo, me alejé y le di un apretón de manos. Yo que lo conocía desde que éramos niños, vi al Edgar de ocho años quitándole la merienda a los demás y al Edgar de catorce forzando la chapa de automóviles estacionados en la calzada a las tres de la madrugada. Lo miré fijamente y acepté el trato. Le di el beneficio de la duda porque para mí, Edgardo ya había pagado durante tres meses y, además, no sería yo quien juzgaría al hermano de mi Claudita.

 

***

Ana Lea-Plaza Puig (Santiago, 1992) es abogada asistente en el Ministerio Público y estudiante de magíster en derecho penal. En cuanto a su escritura creativa y literaria, la ha desarrollado de manera libre desde al año 2010, asistiendo desde 2018 a diversos talleres literarios, tales como el «Taller Creación Narrativa» de JC Sanchez en Talleres Lumen, el taller «Cinco Cuentistas Hispanoamericanos» de Eliana Albala en la Casa del Escritor, además de recibir asesoría de escritura creativa con Felipe Real H. Participó en la Antología literaria Alerce 2019 con el cuento «Desde las cenizas».

 

La abogada Ana Lea-Plaza Puig es una promisoria cuentista de las letras nacionales

 

 

Ediciones Alerce compromete su esfuerzo editorial ante la postergación histórica que han sufrido las mujeres escritoras en Chile

 

 

Imagen destacada: Ana Lea-Plaza.