El plebiscito constituyente sólo ratificará en las urnas al «modelo neoliberal chileno»

La existencia de la democracia directa y participativa es un mito en la historia política del país, tal y como lo demuestra la extendida práctica del cohecho (la compra del voto a los electores, por parte de los partidos establecidos) hasta bien entrado el siglo XX, en un comportamiento estructural que se ratifica hoy en día con la exigencia del quórum de los 2/3 —que impide en el fondo cualquier posibilidad de cambio real—, necesario a fin de aprobar la totalidad de los artículos de una futura e hipotética nueva Ley Fundamental para la República.

Por Felipe Portales Cifuentes

Publicado el 7.10.2020

Es cierto que la centroizquierda chilena, más que una incomprensión de la democracia, sufre hoy un engaño de parte de su dirigencia, engaño que se remonta desde fines de los 80 cuando —como lo ha reconocido el principal ideólogo de la “transición”, Edgardo Boeninger— el liderazgo de la Concertación experimentó una “convergencia” inconfesable con el pensamiento de la derecha.

Dicha convergencia la llevó a legitimar y consolidar el modelo neoliberal heredado de la dictadura. Y es lo que hasta hoy se sigue expresando con el acuerdo fraudulento del 15 de noviembre pasado que estipula el poder de veto del tercio de los convencionales electos en una mascarada futura de Asamblea Constituyente; con lo que se pretende la mantención indefinida del “modelo chileno”, buscando justificarse en la necesidad de consensuar el “nuevo” texto constitucional con la derecha, que todo indica —como ha sido desde 1990— obtendrá fácilmente más de un tercio de los convencionales.

Sin embargo, debemos reconocer que a lo largo del siglo XX nuestra centroizquierda no tuvo claridad respecto de los requerimientos básicos del sistema democrático, esto es, de la plena vigencia del sufragio universal libre y secreto; de una Constitución aprobada por una auténtica Asamblea Constituyente y ratificada por la mayoría del pueblo; y del pleno respeto de los derechos humanos.

En cambio la derecha chilena ha tenido siempre —lamentablemente— una clara convicción antidemocrática expresada en un rechazo teórico al sufragio universal igualitario; o, en subsidio, la promoción de eficaces formas de distorsionarlo como el cohecho, el acarreo de los inquilinos o el sistema binominal.

Ya cuando se discutía la Constitución de 1925, El Mercurio expresaba sin tapujos su oposición al sufragio universal igualitario: “Los constituyentes del 33 (1833) estuvieron, con su admirable sentido práctico, muy lejos de adoptar el sufragio universal (…) Es inconcebible que los casi analfabetos (…) y la gran masa de individuos que venden su voto al mejor postor, porque carecen de dignidad y de verdadero interés en la causa pública, tengan los mismos derechos electorales que los ciudadanos preparados, honestos y llenos de patriótico interés por la buena marcha del país (…) lo que se necesita en Chile es el voto plural. El profesor, el profesional, el jefe de negocios importantes, el que contribuye a la riqueza pública, pagando gruesas contribuciones, el jefe de talleres, los padres de familia numerosas que dan también al país la riqueza del factor hombre, etcétera, deben tener un mayor número de votos que el resto de los ciudadanos” (8-6-1925). A esas mismas conclusiones llegaron el Partido Conservador y el Partido Liberal en sus convenciones de 1929 y 1931, respectivamente (Ver El Diario Ilustrado, 28-12-1929; y El Mercurio, 30-12-1931).

Pero si no se lograba lo anterior, El Mercurio (como dichos partidos) optaba por justificar la continuación del cohecho, el cual se había entronizado en Chile una vez que en 1891 el Poder Ejecutivo perdió el control total del sistema electoral:

“El repugnante mal del cohecho es la consecuencia lógica del error de haber dado amplia capacidad electoral a elementos que no lo merecen. Y si fuera posible suprimir completamente el cohecho, se producirían otros males no menos graves: la gran mayoría de los electores, que es la que actualmente vende el voto, o se abstendría de votar, o, lo que sería peor, procuraría elegir que gobernasen al país a individuos que fueran a satisfacer sus odios y sus aspiraciones de arrebatar a viva fuerza el capital acumulado en que se mueven las industrias y negocios. Y por ese camino habría el peligro que se llegara al soviet” (8-6-1925).

Y como no se logró el voto plural en la Constitución de 1925, la derecha continuó empleando el cohecho (y el acarreo de los inquilinos a votar por el candidato del patrón) hasta 1958, en que se aprobó la cédula única electoral que imposibilita verificar por parte del apoderado el “cumplimiento del contrato” del elector cohechado. Incluso, ello se justificaba desde la cátedra universitaria, como lo hizo durante décadas el profesor de derecho constitucional y dirigente conservador, José María Cifuentes, en la Universidad Católica “enseñando” a sus alumnos que el cohecho era un “correctivo natural” del funesto sufragio universal (Ver Rafael Agustín Gumucio.- Apuntes de medio siglo; CESOC, Santiago, 1994; p. 126; y Cristián Gazmuri.- Eduardo Frei Montalva y su época, Tomo I; Aguilar, Santiago, 2000; p. 107).

Aunque en un episodio muy desconocido de nuestra historia, la virtual dictadura de Alessandri en 1925, luego de imponer con el apoyo del Ejército la Constitución, estipuló por el Decreto Ley N° 542 del 23 de septiembre de ese año la cédula única electoral, presionado por la intención moralizadora de los militares.

Pero luego de la elección presidencial de Emiliano Figueroa, que en octubre —apoyado por todos los partidos, con excepción del Comunista y de un movimiento de “asalariados”— sólo logró un poco más del 70% de los votos; le surgió a la derecha un natural “pánico” que la indujo a presionar con todo a Alessandri para lograr el fin de la cédula única, lo que obtuvo con el Decreto-Ley N° 710 del 6 de noviembre que restituyó la cédula hecha por cada partido.

Y peor aún, el nuevo decreto estableció un enrevesado sistema de pactos electorales que le permitía a los partidos mayores integrar a candidatos de partidos menores pero de tal forma de aprovechar injustamente sus votos para elegir una desproporcionada cantidad de parlamentarios.

Lo notable fue que ni el Partido Comunista ni el Democrático hicieron cuestión de ello ¡y que el tema “se olvidó” por décadas por la izquierda chilena! Así lo constató el diputado falangista, Jorge Rogers, en 1952: “Salvo muy escasas excepciones los partidos políticos han visto por desgracia sin alarma prolongarse a lo largo del tiempo el vicio inveterado del cohecho en las elecciones” (Política y Espíritu; N° 81, 15 de Noviembre de 1952).

No así por la derecha, que cuando Ibáñez en su dictadura anunció que reprimiría duramente el cohecho para las elecciones del dócil Parlamento en 1930, le rogaron que no hiciese tal y convinieron en la virtual designación de los parlamentarios usando el arbitrio que se “presentaran” tantos candidatos como cargos; lo que se llamó el “Congreso Termal”, denominado así porque finalmente lo “cocinaron” Ibáñez y Juan Antonio Ríos en las Termas de Chillán en enero de ese año (Ver René Montero, Confesiones políticas; Zig-Zag, Santiago, 1959; p. 54).

De este modo, ninguna de las agrupaciones de izquierda o centroizquierda que surgieron en la década del 30 se plantearon entre sus objetivos el logro de una auténtica democratización electoral con la reintroducción de la cédula única. Ni La Izquierda de Chile (1934), ni el Block Parlamentario de Izquierda (1934), ni el Frente Popular (1936) lo demandaron.

Es más, cuando el diputado nacista, Fernando Guarello, anunció provocativamente la presentación de un proyecto de ley en diciembre de 1937 para reintroducir la cédula única, ninguno de los partidos de centro o de izquierda “recogió el guante”.

Ni siquiera el PS, como compensación a cuando Marmaduke Grove declinó su postulación en favor de Aguirre Cerda como candidato del Frente Popular, pidió la democratización del sistema electoral; algo que, además, no tenía nada de propiamente socialista.

El PS y el PC en la década del 30 se limitaron a desarrollar las Ligas contra el Cohecho, que empleando la violencia lograron cierta efectividad, pero al costo de conflictuar gravemente a la sociedad chilena. A tal punto que la derecha amenazó con no presentarse a las elecciones parlamentarias de 1941 si no se terminaban las Ligas.

¿Y que hizo el gobierno del Frente Popular, apoyado por el PS y el PC? ¡Militarizó en virtud de una ley el control del proceso electoral, impidiendo la acción de aquellas; y permitiendo que el cohecho continuara!…

Y, peor aún, socialistas y comunistas apoyaron en 1942 a Juan Antonio Ríos a la presidencia, sin plantear la reintroducción de la cédula única. Lo mismo hicieron los comunistas con González Videla en 1946; y los socialistas populares con Ibáñez en 1952.

Además, ni Frei ni Allende ni ninguno de los más caracterizados líderes socialistas, comunistas o falangistas plantearon en la década del 40 el tema. Incluso Frei, en su libro Historia de los partidos políticos chilenos publicado en 1949, sólo hizo mención del cohecho como existente en el período anterior a 1925…  

El tema, en términos partidarios solo lo hizo resurgir la Falange Nacional luego que en las elecciones parlamentarias de 1949 sufrió una tremenda injusticia producto del sistema electoral vigente. Mantuvo su mismo número de diputados que en 1945 (3 de 147), siendo que su porcentaje de votos lo subió de 2,55% (11.565) a 3,99% (18.221), esto es, un 56,4%.

Y además, las federaciones de estudiantes universitarios sacaron una declaración conjunta en que plantearon que: “las principales organizaciones universitarias han tenido conocimiento fidedigno de hechos graves que invalidan moralmente esas elecciones. Fue comprada con decenas de millones de pesos la mayoría del último electo Parlamento chileno. El pueblo ha sido sacudido por un enemigo poderoso que le ha comprado su conciencia después de haberle destruido su libertad (obvia referencia a la “Ley maldita” aprobada en 1948) (…) La desintegración moral ha colmado los límites de la decencia y de la honradez de la alta política de la nación” (Política y Espíritu; N° 37-38, enero-marzo de 1949).

Notablemente, entre los presidentes de federaciones que suscribieron dicha declaración estuvieron los futuros parlamentarios socialistas Salomón Corbalán y Antonio Tavolari; y el falangista ¡y futuro obispo!, Carlos Camus.

Así, cuando en febrero de 1950 se reorientó el gobierno de González Videla (“Gabinete de Sensibilidad Social”) dejando fuera a la derecha y entrando en él democráticos, conservadores social-cristianos y la Falange Nacional, esta última logró introducir en las planes gubernativos una profunda reforma del sistema electoral; lo mismo que en el programa de gobierno del candidato presidencial radical Pedro Enrique Alfonso en 1952, en conjunto con la derogación de la “Ley Maldita”.

Todo ello fructificó finalmente a fines del gobierno de Ibáñez, cuando en 1958 se derogó dicha ley y se estableció la ley de cédula única electoral con la formación del “Bloque de Saneamiento Democrático” conformado por el PS, PC, PDC (unión de Falange y conservadores social-cristianos), PR, PD y Partido Agrario Laborista. Solo se opuso, como era natural, la derecha: el Partido Liberal y el Partido Conservador.

Sin embargo, dada la carencia de comprensión de que con ello se estaban realmente creando las bases de una compleja democratización de nuestro país (la mitología dominante de la derecha hacía que la centro-izquierda creyera también que teníamos democracia desde la Independencia…), no hubo conciencia de la enorme trascendencia del paso que se estaba dando y de los gigantescos desafíos que entrañaba.

De este modo, el Bloque no fue proyectado en el tiempo y se disolvió inmediatamente. Dada su heterogeneidad ideológica era lógico que no llevase un candidato presidencial común, pero perfectamente podría haberse proyectado con muchos objetivos comunes que justificaran un apoyo mutuo de sus candidatos en el Congreso en la más que probable segunda vuelta presidencial.

Nada de esto se hizo, provocando la vuelta de un presidente de derecha como Jorge Alessandri, ¡con la menor votación histórica en una primera vuelta desde 1925: 31,56% de los votos!…

 

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Felipe Portales Cifuentes es sociólogo de la Pontificia Universidad Católica de Chile (titulado en 1977). Ha sido Visiting scholar de la Universidad de Columbia, asesor de derechos humanos del Ministerio de Relaciones Exteriores, y profesor de la Universidad de Chile en el Instituto de la Comunicación e Imagen (ICEI), en el Instituto de Asuntos Públicos (INAP) y en el área de Humanidades de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas.

Entre otros volúmenes ha publicado: Chile: Una democracia tutelada (Editorial Sudamericana, 2001), Los mitos de la democracia chilena. Desde la Conquista a 1925 (Editorial Catalonia, y que obtuvo el Premio Ensayo del Consejo Nacional del Libro y la Lectura en 2005), Los mitos de la democracia chilena. 1925-1938 (Editorial Catalonia, 2010), Historias desconocidas de Chile (Editorial Catalonia, 2016), e Historias desconocidas de Chile 2 (Editorial Catalonia, 2018).

 

Felipe Portales Cifuentes

 

 

Imagen destacada: El Palacio de La Moneda, luego de ser bombardeado el 11 de septiembre de 1973.