La belleza de «Ramona», la premiada serie televisiva de Andrés Wood

Con una estética conmovedora esta saga pone en el tapete temas como la migración campo ciudad, la organización poblacional, el maltrato en el sistema de salud, lo contraproducente del alcohol en medio de la pobreza, la educación como principal arma de lucha y, sobre todo la creación de una comunidad que era, en ese entonces (la década de 1960) la construcción de un país más justo.

Por Masiel Zagal

Publicado el 22.9.2018

Por respeto al lector partiré diciendo que no tengo grandes conocimientos de cine, que no me las doy de crítica y que este texto no pretende ser una reseña, sino más bien una reflexión de mera espectadora sobre una serie que me robó el corazón.

Llegué a ella por un comentario de Facebook. Como no tengo tele no la pude ver en su transmisión original, aunque si tuviera tampoco hubiera podido por el horario que eligió TVN para transmitirla (los sábados a las 22:40 horas). Todo esto fue el año pasado (2017) y esta apreciación podría ser atemporal aunque no lo es por dos motivos: 1) si la serie tardó dos años en ser emitida después de su realización, es justo que se siga hablando de ella, 2) está disponible completa en la página web del Consejo Nacional de Televisión (CNTV) y lo razonable sería que toda persona que aprecie el cine y la poesía la viera.

Llegué a ella por un comentario de Facebook, iba diciendo, de un amigo dramaturgo que se refirió a la serie como ‘bella’ y me bastó adentrarme en el primer capítulo para estar de acuerdo. La belleza aquí no es una cuestión subjetivista, sino inherente a la historia que se cuenta, la forma que ésta toma y la humanidad de sus personajes. Una belleza irrefutable tanto en el sentido técnico, del que prefiero tomar distancia, como en la propuesta poética de la trama. Andrés Wood, su director y productor, no sólo muestra su talento y su compromiso con las historias contadas a medias, sino también deja patente su sensibilidad y agudeza a la hora de realizar el casting: no pudo haber mejor intérprete para Ramona que la actriz Giannina Fruttero, quien a través de cada gesto encarna como nadie la dulzura y amargura de la mujer pobre chilena.

La historia está ambientada en la década de los ’60, donde nacer mujer en Chile era un mal presagio, sobre todo si además se era pobre y campesina. Los abusos del padre y la muerte de la madre empujan a estas dos hermanas, Ramona y Helga (Belén Herrera) a huir de su hogar en medio de la Reforma Agraria, llegando con miedo y mala fortuna a Santiago, lugar donde conocen a Carmen (Paola Lattus), prostituta que ya había hilvanado todas sus hebras de mala racha y se encontraba en peores condiciones que las recién llegadas. Las tres mujeres forman una amistad muy parecida a la familia y desde ahí empieza la belleza.

Hay belleza en esa cuestión protectora de Ramona, en la picardía de Carmen, en la osadía de Helga. También hay belleza en la miseria, pero no porque ésta se romantice, al contrario, se muestra en su máxima inclemencia, sino porque es tratada con tal sutileza que hasta la mugre resulta bella. No me meteré ni de broma en los intrincados caminos de la estética, pero está claro que aquí cada escena fue planificada desde una gran sensibilidad cinematográfica.

Quizás esté de más decir –pero debo hacerlo- que las tres actrices son de un talento imponderable: mujeres más comprometidas con el teatro que con el éxito personal, que entregan su ser al personaje que encarnan y lo transforman en un ser creíble y querible. Tras la serie las tres se encuentran frente a un futuro prometedor y qué bueno. A mí, como espectadora, sólo me toca alegrarme de que surja esta nueva ola de actrices, tan representantes de la nueva generación de la que tenemos que sabernos parte: la que está matando a las vacas sagradas y proponiendo nuevos cánones.

Pero más allá de eso, lo que destaco de Ramona es la belleza de su historia y de la construcción de ésta. Algo que no debería extrañarme de Andrés Wood. Él es quien lleva la belleza a las cosas simples pero también a las complejas. Adivino en su filme una óptica feminista –aunque heteronormada- atravesando historias donde el patriarcado es la regla. “Los hombres al principio te regalan flores, pero después se empiezan a poner celosos. Y si están muy, muy enamorados, te cortan el cogote con un cuchillo”, le dice Carmen a Helga cuando le empieza a hablar de sexo. Y una que es escéptica y tiene fe en Chile y su destino, piensa que ese diálogo es fundamental para retratar la violencia machista normalizada. Y de ahí para arriba: la serie muestra hermandad, comunidad, resistencia, miseria, injusticia, esperanza. Es el Chile que empezaba a construirse a fines de los ’60 y que la dictadura nos arrebató (inevitablemente pienso en cuál sería el destino de sus personajes con la dictadura y me asalta la angustia imaginándome a Ramona desaparecida). Acá nos muestran una vida poblacional empoderada, consciente, luchadora, que enfrenta la enajenación en comunidad, vida poblacional que luego se pretendió idiotizar, brutalizar e individualizar por la cultura neoliberal.

En este sentido es clave el papel de dos personajes: un dirigente poblacional (Daniel Muñoz) que instruido por el Partido Comunista tiene como misión organizar la toma de terreno y una enfermera (Francisca Lewin), quien orienta a las mujeres del campamento en su vida afectiva y sexual. Se podría decir que ambos personajes, perdonando algunos discursos panfletarios, reivindican el sentido de la dignidad.

Un amigo me preguntaba, ¿por qué los creadores chilenos se han engolosinado con la marginalidad? La literatura, el teatro y el cine en Chile han sido históricos retratistas de las situaciones de injusticia, pero su pregunta apunta a por qué se sigue haciendo y por qué nos sigue interesando. Yo no tengo la respuesta y de seguro hay voces más expertas en el tema, pero a mí me parece acertado este formato de la denuncia social: la belleza. Con una estética conmovedora esta serie pone en el tapete temas como la migración campo ciudad –la cual queda de manifiesto en la reconstrucción que deben hacer de sí mismas estas mujeres, como todo ser que migra por la razón que sea-, la organización poblacional, el maltrato en el sistema de salud, lo contraproducente del alcohol en medio de la pobreza, la educación como principal arma de lucha y, sobre todo, la creación de la comunidad que era, en ese entonces, la construcción de un país más justo.

 

Masiel Zagal (Rari, Región del Maule, 1984) es cuentista y dramaturga. Autora de textos teatrales tales como Avenida El Dique, Lucila la niña que iba a ser reina y La mujer quebrada, el volumen de relatos que conforman La gran intemperie (Editorial Puebloculto, Curepto, 2018) es su primer libro publicado. De formación es profesora de castellano y magíster en humanidades de la Universidad de Talca, en una vocación intelectual y creativa donde se conjugan el cultivo de la literatura y de las artes visuales.

 

 

 

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