[Crítica] «Mi país imaginario»: Un paso en falso del gran Patricio Guzmán

Pese a que llega a la cartelera nacional precedida por su premio como Mejor Película Iberoamericana en los Goya españoles de esta temporada, obtenido con «La cordillera de los sueños», la nueva entrega documental del realizador local corresponde a un filme que en su fallida narración de la actual crisis política chilena, apela a la fácil emoción de las imágenes, en la imposibilidad de responder con las armas técnicas y artísticas de su cinematografía, a los inquietantes desafíos que se formula.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 11.8.2022

Mi país imaginario (2022) no parece un largometraje documental dirigido por el inmenso nombre y prestigio internacional del realizador chileno Patricio Guzmán (1941), el mítico hombre detrás de la leyenda audiovisual que es la trilogía de La batalla de Chile. Son palabras fuertes, aunque plenamente justificadas y lo que es más triste, fundamentadas.

El motivo argumental del cambio de época entre filosófico e historiográfico es un tópico en la filmografía de Guzmán, y a lo largo de su obra sus imágenes han idealizado y lo que es un tanto peligroso, mitificado al Chile previo a 1973, en una suerte de Edén esfumado y perdido, al modo de una mágica institucionalización de esa República laica, democrática y libre pensadora, y la cual iba encaminada a la velocidad de un luz incandescente a fin de transformarse en el sueño generoso y afiebrado de los padres de la patria.

La contraposición dramática y raíz del conflicto para el cine de Guzmán, sería ese brutal período que sigue al 11 de septiembre, nacido después del bombardeo e incendio de La Moneda, implantación del modelo neoliberal mediante, en el símbolo de un traumático quiebre, que daría el inicio a un largo y pasmoso sueño popular, de una comunidad que de pronto despertaría de esa pesadilla y la cual rugiría como un león enjaulado, a partir de los (en su responsabilidad fáctica) inexplicables acontecimientos del día viernes 18 de octubre de 2019.

Y tal como en su momento lo fue Salvador Allende, la férula del actual Presidente Gabriel Boric Font, encarnaría al mártir encargado de conducir al país a un nuevo ciclo y a un cambio de era inevitable, concluyente e imposible de frustrar, en esta inédita oportunidad, entre un millón de otros fracasados estadios opcionales.

Así, el documentalista cede con pesar (para nosotros, los espectadores y sus admiradores) al ditirambo persuasivo y manipulador del publicista, y de esta forma, la referencialidad audiovisual e histórica, se rinden en la presente ocasión ante el panfleto epidérmico sin profundidad, y de facilista consumo masivo.

Si Raúl Zurita escribió y publico sus Poemas militantes (2000), manchando su firma de gran autor por la sospecha de una generación de lectores, posterior a esa genuflexión delirante que hiciera al poder político personificado por la desaparecida banda presidencial de Ricardo Lagos; ahora, Patricio Guzmán ensombrece una trayectoria artística iluminada por el talento, y por un compromiso profundo y pensativo de medio siglo, debido a este crédito que se sitúa muy por debajo a la calidad promedio de cualquier otro título de su filmografía.

 

El documentalista chileno Patricio Guzmán

 

La épica de una historia inconclusa

Bástenos decir, que lo mejores planos y encuadres fotográficos de Mi país imaginario, se deben a las fotografías capturadas por los drones que vuelan por la madrugada de un Santiago dormido, luego de otra jornada de protesta.

La narrativa argumental de este largometraje, asimismo, evidencia la carencia de un material fílmico apropiado (Guzmán ya no tiene la edad que presumía cuando registró la épica de la Unidad Popular), y que en esa obligada precariedad debió recurrir en los hechos a secuencias prestadas y a material de archivo recogidos por otros lentes, desprovistos del genio y de la peculiar mirada del octogenario realizador (las formas físicas del silencio).

Para terminar de apoyarse ese experimento audiovisual, como un edificio lo hace de una piedra angular, al engarce conceptual y estético que podrían haberle brindado la edición de una casi decena de entrevistas, sin ninguna relación entre ellas, salvo referirse todas, forzadamente, al testimonio de refrendar la tesis del director: que el país ingresó a un cambio de época, y que no hay vuelta atrás al respecto.

Títulos como Chile, la memoria obstinada (1997), Nostalgia de la luz (2010) y El botón de nácar (2015), son poderosas reflexiones audiovisuales de nuestra realidad política y social contemporánea, pero en Mi país imaginario no se rastrea ni menos se aprecia nada de esas metáforas fílmicas que apelaban al registro de una materialidad poética y casi abstracta en sus juicios artísticos sobre el presente de la historia nacional.

Sin espesor cinematográfico y dramático (solo la intervención de la exconvencional y ajedrecista Damaris Abarca González, se acerca en algo, a las emblemáticas entrevistas grabadas antaño por Guzmán en sus anteriores trabajos), los registros y las cuñas se acumulan hasta semejar a un reportaje periodístico de escaso nivel investigativo, que lejos de informar y de estimular la sugerencia de una interpretación, se legitima a sí mismo bajo el parámetro de la ilusión obtusa concebida por un militante entusiasta, y en la valoración ciega e ideológica, de una realidad que es harto más compleja.

Ni siquiera la conversación con la mutilada (ocular) reportera gráfica Nicole Kramm (una poderosa interlocutora de la sobrevivencia), le proporcionaron a Guzmán la base simbólica con el propósito de metaforizar y abstraerse en las disquisiciones que siempre le brindaron el éxito y la fama de sus producciones pasadas.

Las comparecencias de la escritora y dramaturga Nona Fernández, de la periodista Mónica González, de la cineasta María José Pepa San Martín (inexplicable y gratuita, por cierto), de Elisa Loncón, del Colectivo Las Tesis y de la politóloga Claudia Heiss, se difuminan en una orquestación desafinada y caleidoscópica, sin matices, y que al estilo de una conversación entre amigos, jamás se complementa en su desordenada y extraviada retórica, al texto de un guion coherente y direccionado.

Por esa falencia, también, creemos que este es un documental finalmente armado bajo el apuro, los nervios, y en la desorientación sin guía de una sala de montaje, posiblemente porque fallaron los planos que se creían buscar quizás con mayor facilidad antes de haber efectuado la siempre difícil y exhaustiva investigación de campo.

Y como consecuencia de aquello la estructura narrativa naufragó, y eso provocó que se adoptaran decisiones erradas y equivocadas en el rumbo literario del relato dramático seguido por la cámara, cuando era fácil percibir por dónde podría haber ido el nudo del largometraje, si es que se buscaban mayores significados y dispositivos de sentido.

Era en la persistencia de esas voces y en la plasticidad visual femenina ofrecida por esos rostros que anónimos y luchadores —como las caras sin nombre retratadas por La batalla de Chile, en ese Santiago en blanco y negro de la UP—; las cuales en su plenitud expresiva, configuraban un discurso cinematográfico en torno a una épica creída por ellas, que cierta o no, por lo menos era un sentimiento, una emoción verídica, acerca del proceso y de la crisis institucional chilena, que explotó por los aires en octubre de 2019 (nos referimos a la integrante de la llamada primera línea que aparece al comienzo de la obra, tal vez en el desparpajo de Alondra Carrillo, y también en esa jefa de campamento generosa que se vislumbraba en su frontalidad).

La batalla de Chile compuso la anatomía audiovisual de un mito y de una derrota política, social y cultual (la violenta caída de la Unidad Popular), registrada en horas eternas de investigación antropológica, documental y hasta sociológica, al modo de un diario de vida o de la bitácora de un buque que finalmente naufraga pese a las precauciones que se adoptaron para evitar ese anunciado hundimiento.

Pero en esta ocasión la leyenda solo es una cáscara de circunstancias, el alegato ilusorio acerca de una historia que está lejos de su desenlace, cuando todavía —y esa es una realidad fáctica y comprobable—, estamos lejos de siquiera tener y comprender, una claridad definitiva acerca de su magnífico origen.

 

 

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Un fotograma de «Mi país imaginario» (2022) de Patricio Guzmán

 

 

Tráiler:

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Imagen destacada: Mi país imaginario (2022).