«12 años de esclavitud», de Steve McQueen: Cine para entender el estallido racial en los Estados Unidos

Una verdadera estética audiovisual de la crueldad humana es la que describe este filme que obtuvo tres premios Oscar en 2014 y el cual se encuentra ambientado en la Norteamérica angloparlante del siglo XIX, durante el pleno apogeo de las plantaciones de algodón, situadas en los estados sureños de la Unión.

Por Aníbal Ricci Anduaga

Publicado el 3.6.2020

Los parajes de campos de algodón son hermosos, la mezcla de pasado en libertad y presente en cautiverio hilvanan perfecto, el esplendor de la naturaleza ante las atrocidades contra gente indefensa es un contrapunto muy bien logrado, pero lamentablemente el tema de la esclavitud es articulado a partir de un análisis reduccionista, acaso simplificador y efectista, dando cuenta de la esclavitud como un fenómeno que sólo se dio en los Estados Unidos y que consistía básicamente en hacer sentir dolor físico a la gente de raza negra.

Los peores pasajes de la película se los reserva el productor, Brad Pitt, un carpintero canadiense que es contratado por el hacendado Edwin Epps para levantar unas construcciones aledañas a la elegante mansión. El diálogo entre Bass (Brad Pitt) y el amo Epps (Michael Fassbender) es moralizante en extremo, enfrentando a un hacendado malo hasta la médula en su capacidad infinita de torturar, versus un afuerino que semeja a un ángel que ha descendido al mundo terrenal, de cuyos labios surgen palabras de bondad, lugar común insoportable, y otras de recriminación ante el trato inhumano que reciben los esclavos de la hacienda.

Los parlamentos de la película son desequilibrados, acertados cuando las palabras prolongan el abuso inmisericorde, a través de un comportamiento supuestamente religioso, que detona en actos de crueldad verdaderamente infernal. Sin embargo, el guión cae en un pozo profundo cuando las palabras van cargadas de moralina, inmiscuyendo a un hablante que no existe, una suerte de guía del espectador para separar el bien del mal.

Hay que recalcar que se trata de una película hiperrealista, lejos de lo teatral, que no tiene empacho para mostrar carnes abiertas producto de los latigazos. No hay espacio para esa voz en off ni para coros que relaten las desventuras de los esclavos. Solo hay cuerpos sufrientes para fustigar, privar de agua o comida, según el antojo de los patrones. Lo desigual se evidencia en las pocas elipsis con que cuenta la cinta.

Pero existen pasajes muy acertados cuando se muestra al protagonista solo ante el silencio de la naturaleza, donde en vez de encontrar paz, experimenta un miedo aterrador por el futuro. Intuye que todo puede ser peor, e incluso, hay personajes que preferirían la muerte a este abuso sin límites. Las escenas de silencio transcurren a través de toda la película y, en la última, Solomon Northup oye truenos que, lejos de espantarlo, le brindan esperanzas y presiente que las cosas pueden cambiar.

Otras escenas conmovedoras muestran a los esclavos lavándose desnudos, sin distingo de sexo, o cuando los azotan y cuelgan, a plena luz del día, mientras el resto debe seguir haciendo sus labores sin distraerse. Hay un momento emocionante cuando entierran a un anciano que muere en los campos y lo despiden con cantos (una de las escasas muestras de humanidad de los esclavos que permite el director) que aluden a que “mi alma se elevará en el cielo”, dando cuenta del infierno terrenal.

Sin embargo, el afán reduccionista destruye el entramado simbólico, y nos obliga a centrarnos en un solo punto de vista: la existencia de amos y capataces, en general muy perversos, y de esclavos que solo existen para sufrir penas físicas. Son verdaderos animales que no pueden alzar la voz, pero tampoco el director nos muestra seres humanos con algún aspecto psicológico más allá de la rabia evidente. Su visión de los esclavos es la de almas sin mundo propio, que casi parecieran merecer su destino, sumisos y dependientes del ánimo de sus amos. El maltrato mayor resulta en el tratamiento de pobres diablos por parte del director, circunscribiendo el accionar de los esclavos a objetos para azotar y dar de comer (“coman hasta saciarse”).

Queda sin profundizar, a su vez, el origen de la mentalidad de la clase dominante, ocultando su conducta bajo preceptos de pobre justificación religiosa, casi pagana, que antepone los frutos de la cosecha ante la vida de otros seres humanos. No existen razones para azotarlos, más allá de la diferencia en el color de su piel, y una maldad endémica que es muy difícil que se reprodujera en el tiempo, sin la complicidad de otros blancos y, la aceptación de su papel por parte de los negros.

Todo se reduce a que los blancos son muy malos y los negros existen para sufrir. El argumento es en extremo machacante, quizás era la premisa del director. Tampoco da luces de por qué una facción de la población se cree con derecho a gobernar la libertad de otros, una especie de separación de castas y divinización de quienes ejercen el poder. Son simplemente malos y su sola maldad daría cuenta de varios siglos de esclavitud en América.

 

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Aníbal Ricci Anduaga (Santiago, 1968) ha publicado las novelas FearEl rincón más lejano, Tan lejos. Tan cerca, El pasado nunca termina de ocurrir, y las nouvelles Siempre me roban el reloj, El martirio de los días y las noches, además de los volúmenes de cuentos Sin besos en la bocaMeditaciones de los jueves (relatos y ensayos) y Reflexiones de la imagen (cine).

 

 

 

Tráiler:

 

 

Aníbal Ricci Anduaga

 

 

Imagen destacada: El actor Chiwetel Ejiofor en 12 Years a Slave (2013), del realizador de Steve McQueen.