Cine trascendental: «El hombre de la máscara de hierro»: De la dualidad y la solidaridad

El realizador estadounidense Randall Wallace escribió el guión y dirigió en 1998 esta película de aventuras basada en la novela «El vizconde de Bragelonne», de Alejandro Dumas. En ella a partir del hecho histórico del misterioso preso conocido como el hombre de la máscara de hierro, se nos muestra una intriga palaciega que llevará a descubrir quién es ese ser humano. El reparto lo encabezan grandes actores: John Malkovick (Athos), Jeremy Irons (Aramis), Gérard Depardieu (Porthos) y Gabriel Byme (D’Artagnan), todos impecables en sus interpretaciones, y otro gran artista, Leonardo di Caprio encarna con corrección a dos personajes antagónicos: el rey Luis XIV y Philippe. Esta obra es un excelente largometraje que entretiene, emociona y transmite valores humanos.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 6.7.2019

«Unus pro ómnibus, omnes pro uno».
Lema nacional de Suiza

 

Uno, Sol-i-dar-i-dad

Este antiguo enunciado que es lema nacional suizo desde su configuración como estado, es utilizado en aquel tiempo por Alejandro Dumas para sus populares novelas de capa y espada en torno a los tres mosqueteros y D’Artagnan. El lema en el pequeño país helvético expresa la voluntad auténticamente democrática y unionista de la Confederación Suiza, una república federada que aglutina distintos territorios (cantones), que tiene varias lenguas y en la que todo lo importante se resuelve en referéndum. El “todos para uno y uno para todos” o la solidaridad de la verdadera unidad, un gran lema.

Dumas trasladó este noble enunciado (que tanto recuerda a los principios del mito del rey Arturo y sus caballeros) a sus caballeros espadachines al servicio del rey Luis XIV francés. Caballeros que son camaradas, que luchan y se divierten juntos, que se respetan y respetan a la gente, caballeros que a la vez son admirados porque emanan valor y autenticidad, caballeros que se saben del pueblo y que lo defienden entrando a menudo en contradicción con su lealtad al rey. Un rey que es un déspota que pasa de su pueblo, una patética sombra del buen monarca que paradójicamente se hace llamar «rey sol». Pero ni brilla ni da calor a sus gentes.

Luis XIV está considerado por los historiadores como prototipo de la monarquía absoluta; la antítesis del buen rey de todos y para todos que sería la encarnación Real (con mayúscula) de la Sol-i-dar-i-dad, tan necesaria y tan desafortunadamente escasa en nuestro Mundo a lo largo de los demasiado injustos tiempos de los que tenemos memoria.

 

Dos, la dualidad Bien-Mal

La película plantea desde esta necesidad del buen rey, una fabulación sobre el hombre de la máscara de hierro del que poco se sabe pero del cual se sospecha que tenía sangre noble. Necesidad que entendemos al ver la patética y cruel forma de ser y reinar de Luis XIV. Un rey que ordena alimentar a su pueblo hambriento con comida en mal estado, un rey que esclaviza a la bella joven Christine llegando a provocar su suicidio, un rey que abochorna a su madre y a su fiel capitán de guardia D’Artagnan. Así le replica él a Luis XIV cuando este tras un intento fallido de atentado por parte de un hombre que ha perdido a su hijo por la hambruna que sufre su pueblo le pregunta que le parecería perder a su rey: “Eso depende del rey. Al designarme mosquetero me dijeron que al desenvainar mi espada debía considerar no qué mataba sino qué permitía que viviera”. D’Artagnan le replica a su rey mirándole a los ojos con expresión de profundo desencanto. Y a partir de aquí los “temidos” spoilers, lectores estáis avisados.

D’Artagnan se mantiene al lado del rey a pesar de que detesta su forma de gobernar porque se sabe su padre, el capitán de los mosqueteros es el amor secreto de Anne la reina madre. Amor de pareja cuyo fruto es Luis, un fruto que le revuelve su noble corazón. Un amor secreto para todos y un amor secreto que esconde otro secreto que él desconoce. Pero al final D’Artagnan descubrirá que tiene otro hijo.

Cuando la reina madre dio a luz al futuro rey Luis también dio luz a otro niño gemelo de nombre Philippe (el segundo en nacer) que fue escondido por orden del entonces rey para evitar posibles peleas fratricidas por su sucesión tal y como había visto en otros reinos. Esa verdad la conocen Anne y el actual rey en el lecho de muerte del antiguo rey. Luis, siempre celoso, ordenó inmediatamente su encierro con la máscara de hierro para que nadie pudiera verlo.

Philippe es la otra cara del rey, es realmente noble en el bello sentido de la palabra, es inocente, es sensible, se entrega, quiere el bien de todos, trata a la gente con respeto y delicadeza… Philippe hubiera sido el buen rey que tanto necesitaba el reino. Sabemos eso cuando los tres mosqueteros lo liberan de su encierro. Gracias a ellos Philippe descubre quién es y porqué fue encerrado. Y gracias a ellos se convierte en rey al cambiarse por su déspota hermano en una fiesta de palacio, un baile de máscaras. Las máscaras festivas versus la dura máscara que durante tanto tiempo él soportó en sí.

Y por primera vez, la reina Madre acude al baile en su auxilio-apoyo para sentirlo-se a su lado. Bella escena de una madre que puede ver a un hijo al que creía muerto y de un hijo que no conocía a quien le dio la vida, bella escena de sentimientos contenidos ante las convenciones y ante el secreto del cambiazo que los demás ignoran. La buena gente sonríe al verla allí, y ellos dos sonríen también mirándose con complicidad.

Pero irrumpe Christine enterada de que su rey y amante ordenó poner en situación de muerte segura a su amado Raúl (hijo de Athos), y lo llama asesino. Philippe no actúa como lo haría su despótico hermano, se hace evidente que no es el rey. D’Artagnan sospecha de los tres mosqueteros y da la alarma, apresan al buen rey ante la mirada impotente de Athos, Porthos y Aramis que logran huir.

D’Artagnan está roto al ver tal parecido en el “impostor” y por boca de Luis sabe la verdad, sabe que Philippe es su hermano, que es pues también su hijo. D’Artagnan le pide clemencia al rey para con su hermano, le confiesa su deseo de que él algún día fuera un buen rey “mejor que la ley” (bellísima definición) y mirándole fijamente le suelta profundamente dolido: “por un momento pensé que se había convertido en el rey que anhelaba que fuera”. Luis, inflexible, ordena la muerte de los tres mosqueteros y que vuelvan a encerrar a su hermano con la máscara.

Ahora D’Artagnan ya no sirve a ese rey déspota y avisa a sus amigos de que les dejará entrar para que liberen a Philippe. Al liberarle, Philippe les comenta ante su temor por su estado de ánimo: “yo uso la máscara, ella no me usa a mí”; el hermano gemelo ahora sí se siente Rey de sí mismo y en consecuencia puede ser Rey de todos. La adversidad provocada por el rey déspota (su propia sombra), la fuerza del mal que encarna Luis ha hecho posible que surja esa fuerza en Philippe, una fuerza que probablemente sin esta situación tan dura no hubiera podido desarrollar. Es difícil ser fuerte y encarnar valor cuando se ha vivido entre algodones.

D’Artagnan se añade al grupo rebelde, pero los cinco quedan atrapados ante Luis y sus mosqueteros. El rey sombra le da oportunidad a D’Artagnan pero Philippe propone entregarse para salvarles. Es en ese instante cuando su padre se confiesa como tal a él y a sus tres amigos: “nunca supe de tu existencia y nunca sentí orgullo como padre hasta este momento”, le dice emocionado.

En una gran escena (la mejor del filme en mi sentir) de lo que significa el valor de la autenticidad, los cinco salen a la carrera ante decenas de mosqueteros que impresionados (“que coraje soberbio”, dice el nuevo capitán) les disparan por la insistencia de Luis. Les disparan pero sin querer mirar. Y entre la nube de pólvora resurgen los héroes, ante tamaña dignidad tanto el capitán como todos los mosqueteros presentes se les subordinan. Luis está ahora solo y rabioso, desesperado salta con un puñal sobre Philippe pero el padre se interpone quedando herido de muerte. Ahora es Philippe quien salta sobre Luis y  D’Artagnan impide que lo ahogue recordándole que es su hermano y pronunciando sus últimas palabras: “esta es la muerte que siempre quise”. “Tú eras el que llevaba la máscara”, comenta su noble hijo abrazándose al gran capitán ya muerto.

Luis llevará ahora la máscara y será encerrado, el nuevo rey sentencia: “que encuentre la redención cargando los dolores que causó a otros”. Pero al final se nos explica que: “El prisionero de la máscara de hierro no se encontró jamás. Se murmuró que recibió un perdón real y fue trasladado al campo donde vivió tranquilamente visitado a menudo por la reina. El rey conocido como Luis XIV trajo a su pueblo comida, prosperidad y paz. Y se le recuerda como el mejor gobernante en la historia de su nación”, no hay venganza en un auténtico Rey.

Tras el triunfo del bien gracias a la inconsciente ayuda del mal que muestra la obra (el Luis XIV como ya se ha comentado fue tal como el rey déspota de la obra, y el hombre de la máscara de hierro quizás fuera su buen hermano gemelo pero nunca reinó) está a mi entender el deseo compartido por todos de un mundo mejor, el estar hasta las narices de tanto gobernante egoísta-déspota a lo largo de demasiado tiempo, de tanto gobernante de todos los colores y disfraces en tantos lugares que han pasado y pasan del pueblo. Ojalá este deseo venza las resistencias de nuestros miedos, ojalá seamos tan valerosamente humanos como Philippe, D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis.

 

El actor Leonardo Di Caprio en «El hombre de la máscara de hierro» (1998), de Randall Wallace

 

Tres y cuatro, las facetas de la diversidad humana

Athos, Porthos, Aramis y D’Artagnan son la imagen de la buena camaradería basada en el compartir y el divertir en-desde el respeto. Respeto alcanzado a través de la coherencia de vida, respeto que se emana, respeto que se siente; la antítesis de la imposición que siempre esconde la falta de autenticidad.

Cada uno de ellos es diferencia, cada uno es una faceta de la rica diversidad humana. Athos o el buen padre que ha perdido a su estimado hijo por la crueldad del rey déspota. Ese buen padre que renace gracias a Philippe, quien le pide le considere hijo a la muerte de D’Artagnan. D’Artagnan considerado por sus tres amigos como el mejor de ellos, hombre íntegro como pocos y hombre que llevó durante demasiado tiempo el peso de la decepción de tener un hijo como Luis sin saber que tenía otro hijo tan bello. Aramis, el místico y quizás el más inteligente, el que planea liberar al buen rey y hacer el cambiazo con su hermano. Y  Porthos o el “bon vivant”, el libertino amante del placer, amante del buen comer y beber, amante de la compañía femenina. Todos bien distintos pero en su diferencia unidos en sus nobles principios, unidos por el bien común.

Es bella la imagen de sus espadas reunidas enfocadas al suelo mientras corean su famoso lema. Todo como imagen simbólica de servicio-ofrecimiento a la tierra que les ha visto nacer y por la que se entregan, a la madre tierra de su reino que ellos en su nobleza y autenticidad entienden como reino de todas y todos por igual.

 

Un mundo de máscaras

Sabemos que las máscaras esconden la verdad de los rostros. Puede ser un juego divertido, deseado donde mostrarse más libre-desenfadado como ocurre en los carnavales. O puede ser un mecanismo para no ser visto-reconocido como sucede por ejemplo en gente que acude a una manifestación en estos tiempos de control total.

En el fondo, todos usamos máscaras. La máscara de la sonrisa ante el jefe que no soportamos, la máscara piadosa utilizada en “fiestas de guardar” de nuestras religiones, la máscara solidaria en según qué ratos en los que no podemos evitar mirar tanta injusticia… Máscaras muy comunes de las que somos plenamente conscientes y forman parte de nuestra indumentaria cotidiana, máscaras de las que a menudo tememos desprendernos por miedo a ver-sentir la verdad de nosotros mismos, la verdad de lo que somos.

Entiendo que en general transitamos en este Mundo sin ser capaces de vernos más allá de esas múltiples máscaras (de padre, de madre, de hijo, de mala, de buena, de optimismo, de pesimismo…). No tenemos el valor de identificarlas, de desprendernos de su habitual pesada carga buscando comprender qué nos significan… y en esa falta nos entregamos a algo así como un baile de máscaras colectivo que nos gobierna y nos aleja de nosotros mismos (y en consecuencia de los demás).

Un baile puede disfrutarse si elegimos conscientemente bailarlo, si la música nos resuena…; o puede ser insoportable si nos obliga a entregarnos a una música que para nada es nuestra. De cada uno de nosotros  depende encontrar el valor para poder decir desde la autenticidad: “yo uso la máscara, ella no me usa a mí”, tal y como logra hacer finalmente el rey Philippe con la pesada máscara familiar que su hermano le obligó a portar.

 

Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

Leonardo DiCaprio y John Malkovich en «El hombre de la máscara de hierro»

 

 

 

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Una escena de El hombre de la máscara de hierro (1998), de Randall Wallace.