«Desobediencia», de Sebastián Lelio: El peso de la culpa

El nuevo largometraje del premiado director chileno no es sólo un filme sobre una historia de amor y de exploración de la sexualidad, sino que también es una reflexión audiovisual en torno a la religión y a la represión, a la moral y a los deseos.

Por Amanda Teillery Delattre

Publicado el 23.5.2018

Foucault en Vigilar y castigar hacía una analogía sobre el sistema estructural penitenciario y los mecanismos sociales de control. El panóptico, una torre en que los guardias se ubican, está al centro de la cárcel, por lo que de ahí se obtiene una vista panorámica y completa de lo que ocurre. Los reos, al saber que están siendo vigilados y expuestos a ser descubiertos, se compartan según las reglas establecidas. Pero no lo hacen necesariamente por voluntad propio, sino que por el miedo a ser descubiertos. El control según Foucault, consiste entonces en la implantación del miedo, en la amenaza de estar constantemente vigilados.

Aquello puede aplicarse en cierta manera a la forma en que la ley actúa sobre nosotros. ¿Por qué no hacemos ciertas cosas que queremos? Porque sabemos que habrá castigo.

Pero hay una vigilancia y explotación del terror que no es tan obvia: la religión. La idea de que constantemente estás siendo observado, evaluado y juzgado. La implantación de una culpa eterna.

Desobediencia (Disobedience, 2018) del director chileno Sebastián Lelio (Una mujer fantástica) es la historia de una pasión y atracción adolescente que se vio corrompida por las exigencias del entorno. Es una historia sobre la educación y el hogar. Sobre como el lugar en el que nacimos se vuelve una carga que debemos llevar encima por el resto de nuestras vidas. Es una historia sobre los que se van y los que se quedan. Y, sobre todo, es una historia sobre la culpa. Y de la soledad de asfixiarnos en nuestra propia culpa.

Ronit (Rachel Weiz) es una fotógrafa inglesa que reside en Nueva York. Su rutina se ve interrumpida cuando la llaman de Hendon, Inglaterra, su lugar de origen, para avisarle que su padre, el rabino de una comunidad judía, ha muerto.

Entre dudas y conflictos, Renit vuelve a su lugar de origen. Se reúne con conocidos y familia entre celebraciones y ritos funerarios propios de su religión. La comunidad judía a la que vuelve parece estancada en el tiempo, prima la religión como lo más importante, la gente vive bajo millones reglas, incluidas como deben vestir y peinarse, y cosas como fumar, el alcohol y el sexo son vistas como algo malo. Pero no nos demoramos en entender que no son solo los recuerdos de una infancia y de una educación religiosa los que hacen que Renit huya, sino que también una vieja pasión. Se reencuentra con Esti (Rachel Mcadams) quien fue una amiga de la infancia y adolescencia de Renit, y que aún pertenece a la comunidad, está casada con un rabino y lleva una vida regida por reglas y represión.

La tensión entra las dos protagonistas nos va soltando pistas sobre el acontecimiento de su adolescencia que hizo que Renit terminara por abandonar la comunidad, una relación sentimental que terminó por ser descubierta. Mientras que Renit abandonó el hogar al no lograr ser aceptada, Esti decidió quedarse y recibir su merecido castigo, ponerse a disposición de las autoridades de la iglesia, que dudaban sobre su salud mental, y dedicó el resto de su vida a intentar redimirse, sometiéndose a reglas y a un matrimonio arreglado sin amor. Esti vive con la culpa  de haber cometido una falta, y con la sensación de que cada una de sus acciones están siendo juzgadas. Le han metido miedo sobre la eterna salvación. Mientras que ella cree en todo eso, Renit por el contrario lo rechaza y lo rehúye, y vive explotando todos esos atributos que su educación le había enseñado como pecado, pero pagando un costo; perder su origen, su familia, perder parte de ella. Este sistema de vigilancia y opresión de su religión ha  condicionado la vida de ambas. Aquella “desobediencia” que ambas cometieron de alguna manera las persigue por toda la vida, las dejó marcada por la culpa. Y aquello va a ser siempre lo que se interponga entre las dos, la culpa. Una culpa que les implantaron en su educación.

Desobediencia no es sólo una cinta sobre una historia de amor y de exploración de la sexualidad, sino que también es una reflexión audiovisual sobre la religión y la represión, la moral y los deseos.

Al igual que en Una mujer fantástica, en Desobediencia Lelio examina los conflictos internos de quien se siente rechazado y excluido de la norma imperante. En ambas películas se intenta indagar sobre qué es ser “el otro”, aquello prohibido, encarnar eso que el resto teme. En ambas obras examina sobre ser lo incorrecto, cuando el resto te dice que hay algo malo en ti, y el que tu existencia se observe como algo erróneo. Y en ambos largometrajes se escudriña el peso de una culpa inculcada por los otros.

 

Rachel Weisz y Rachel McAdams en un fotograma de «Desobediencia» (2017), del realizador Sebastián Lelio

 

Amanda Teillery Delattre (1995) es escritora y autora del libro de relatos ¿Cuánto tiempo viven los perros? (Santiago de Chile, Emecé, 2017).

 

 

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