[Ensayo] «La máscara de la muerte roja»: La maldad del miedo

El filme de 1964 —inspirado en el cuento homónimo del legendario escritor Edgar Allan Poe— persiste en su vigencia al motivar el continuo análisis de su metraje. Protagonizada por los actores Vincent Price y Hazel Court, esta obra audiovisual fue dirigida por el realizador estadounidense Roger Corman.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 18.2.2022

La oscuridad cae sobre la tierra
la pesadumbre de cuarenta mil años
las criaturas se arrastran en busca de sangre
y aunque te esfuerces por seguir vivo
tu cuerpo se empieza a estremecer
pues ningún simple mortal puede resistir
la maldad del miedo.
Rod Temperton

Palabras correspondientes al mítico tema Thriller de Michael Jackson, palabras estremecedoras que evocan el ambivalente miedo (protección versus limitación) humano, palabras que recita en voz potente y gótica el gran Vincent Price quien protagonizó tantas películas de terror. Películas como esta en la que encarna con brillantez a un siniestro personaje que se cree inmortal.

A partir del cuento homónimo de Edgar Allan Poe, los guionistas C. Beaumont y R. W. Campbell elaboran un brillante texto que es toda una metáfora de los aspectos oscuros de la humanidad y su vínculo con la eterna danza de los opuestos «bien» y «mal». Una metáfora que invita a reflexionar sobre los valores humanos y el valor de ser frente al poder limitador del miedo.

Poe centró su relato en ese personaje cuyo nombre es Próspero quien se cree a salvo de «la muerte roja», la pandemia mortal que asola su mundo. Y tan seguro está de ello que se dedica a celebrar su suerte junto a un reducido grupo de invitados a los que supuestamente ofrece su protección.

La película enriquece el original del maestro presentándonos algunos de esos invitados —unos gustosos y otros forzados— y ahondando en sus creencias, en su sentir y especialmente en su miedo a la muerte que les amenaza logrando transmitir el ahogo existencial en el que muchos de ellos se encuentran.

Y es que Corman nos ofrece una obra muy elaborada a pesar de contar con recursos limitados como era habitual en este director especializado en películas de serie B. Destaca —además del trabajo actoral de Price y los diálogos existenciales añadidos al relato de Poe— la imaginativa ambientación cargada de simbolismos y el excelente uso del color y de la luz.

Debo de advertir que el análisis que sigue contiene inevitablemente spoilers.

 

Del “mal” y el “bien”

Próspero se presenta a sus invitados como un discípulo aventajado de Satán, un satisfecho abanderado del «mal» ante el supuesto fracaso del «bien». Él es un hombre poderoso que tiene sometido al pueblo que le alimenta quienes son gentes esclavas por el miedo.

Y entre ellas, unos pocos que a pesar del miedo se enfrentan a su poder. La obra pone el foco en una joven pareja de enamorados que son «invitados» a la fuerza al retiro «protector» en el castillo del señor perverso.

Y es que Próspero se ha encaprichado de Francesca —así se llama la muchacha— y pretende utilizar a «sus» hombres (el joven enamorado y también el padre) a quienes encarcela para someterla. Ella como arquetipo del «bien» y la inocencia de corazón que busca convencer a Próspero de su error y este como maestro del «mal» tejiendo sus redes para doblegarla. Y es que al siervo de Satán le complace «enseñar» a las jóvenes de corazón puro.

La ancestral danza de los opuestos aquí escenificada según la tradición cristiana. Es por ese motivo que Próspero obliga a Francesca a quitarse la gran cruz que cuelga sobre su pecho, la cruz que simboliza su devoción y cuyos aspectos oscuros le mostrará su opuesto en un brillante diálogo existencial.

Y es que ella descubre que el «bien» tiene sus sombras, Francesca aprende del «mal» y simultáneamente el poderoso desalmado reconoce que el amor puro que la joven encarna infunde a quien lo cultiva un inusitado valor, así el «mal» también aprecia al «bien» aunque no aplique sus enseñanzas.

Para Próspero creer es de ingenuos puesto que en el mundo reina el hambre, la enfermedad, la guerra y la muerte: «Si alguna vez ha existido un Dios del amor y de la vida, hace mucho que murió. Alguien, algo reina en su lugar. Tu Dios te ha cegado con sus cruces. Mi señor y sus seguidores observan con ojos abiertos».

Y asegura que Satán es el Dios de la realidad y la verdad del mundo, y que en el caso de que él y su gente perdieran el control, «el caos se apoderaría de todo». Así, justifica su desalmado proceder con un «a veces, ese poder debe usarse para enseñar duras lecciones».

Y ante las acusaciones de crueldad con las que la joven pretende desmontarle, Próspero le espeta que también lo han sido y lo son crueles los que se declaran defensores del «Dios del amor» citando las torturas de la Inquisición.

Próspero en su hinchazón egóica está convencido de que posee la verdad absoluta y por ella puede proteger a sus invitados de la muerte roja, especialmente cree que puede «salvar el alma» de Francesca. En esa seguridad se ofrece como mentor: «te llevaré de la mano y te guiaré a través de la cruel luz hacia la oscuridad aterciopelada», le dice en seducción (cruel luz para el oscuro que teme al igual que cruel oscuridad para el luminoso que teme).

A ese estado de rendición al maligno quiere llegar Juliana, la hasta entonces favorita de palacio y que teme perder su lugar de privilegio ante la recién llegada. Para ello resuelve entregar su alma a Satán.

En una de las mejores escenas de la película vemos su ensoñación tras realizar un ritual de sangre. Está aterrorizada en brumas frente a un amenazante sujeto mutante que incluso llega a ver como ella misma, sus gritos sordos y el resonar de las siniestras risotadas de Próspero (esas que Price también desataba en el mítico tema Thriller) quien le advierte que aún no ha acabado el horror. Finalmente Juliana muere en dolor ante todos, Próspero asegura a sus invitados que han de celebrar su muerte porque acaba de «casarse» con un amigo suyo.

La muerte pues como estadio necesario para llegar a «salvar el alma», eso sí la muerte para los inferiores que no para quien empoderado y ciego se cree ya inmortal…

Pero Próspero verá cara a cara a la muerte roja y comprobará que a pesar de su poder él es tan mortal cómo todos aquellos a los que desprecia.

 

Rojo encarnado

La muerte roja pues como portadora de la verdad que el satánico no quiere reconocer. La muerte roja que vemos al inicio de la película encarnada en un misterioso hombre con el rostro cubierto y ataviado con una túnica del color de la sangre. Ese hombre de aspecto místico está sentado a los pies de un árbol en plena noche, una imagen que evoca la noche de los tiempos humana o «los cuarenta mil años de pesadumbre» de la cita inicial.

El enigmático hombre ofrece una rosa roja —originariamente blanca y que convierte en rojo sangre— a una anciana agradecida quien será la primera víctima de la epidemia mortal que asolará la región.

Se la ofrece con la promesa de que con ella se librarán todos del yugo que los esclaviza o la muerte entendida como liberación de una vida que no es tal, de una vida de sangre helada por el miedo, de una vida sin fuego renovador por la ausencia de valor, de una vida de pasión en la cruz sin renacimiento.

Y en sangre roja se convierte la cruz arrancada a Francesca por el satánico, imagen que entiendo como símbolo de que la cruz cristiana a menudo esclaviza más que libera o incluso de la malentendida fe del soportar flagelante que puede llegar a convertir el dolor en placer.

Quizás por ese entender crucificado muchos repudian al rojo sangre y eso a pesar de que es el color de Cristo. Y es que al rojo se le asocian también las pasiones sensoriales y la rebeldía extrema, mucha sangre para aquellos que prefieren reprimir en su temor a vivir a corazón desnudo.

En ese rechazo se relega el fuego humano a las sombras en las que reina el opuesto silenciado. Ese es el reclamo o embrujo satánico en la sociedad del rígido «bien» y del manda-miento.

No obstante sorprende en esta obra audiovisual que Próspero rechace también el rojo hasta el punto de prohibirlo. Organiza un baile de máscaras de tintes orgiásticos para sus invitados con la única salvedad de que nadie puede lucir el color de la sangre de vida. Y en su castillo nada es rojo, llama especialmente la atención que las velas sean de todos los colores excepto del que es propio del fuego.

En ese «templo» satánico, el rojo sólo está presente en la secreta habitación de rituales reservada para bien pocos, una cámara oscura a la que se accede tras atravesar varias de distintos colores conformando una especie de senda iniciática.

Allí, en oscuridad sólo rota por la luz roja que penetra a través de un rosetón, Juliana bebe el cáliz que le llevará finalmente a su dolorosa muerte.

Y allí descubrirá Próspero a la misma muerte roja tras perseguir a un invitado que le ha desafiado vistiendo el color prohibido. El hombre de rojo refutará que Satán sea su señor afirmando que «la muerte no tiene señor» o —entiendo— la muerte está más allá de la dualidad de nuestro mundo.

Y ante su insistencia sobre Satán como único Dios, la muerte roja afirma: «cada hombre crea su propio Dios, su propio cielo y su propio infierno», momento en el que Próspero le descubre el rostro y aterrorizado ve que es el suyo. Y antes de morir ese rostro en rojo le pregunta por qué tiene miedo a morir si su alma lleva muerta mucho tiempo.

 

Valor de corazón

Muere Próspero y morirán casi todos los que allí se creen a salvo. Sobreviven sólo cuatro de los alojados por el señor oscuro: Francesca y su enamorado y también una niña junto a su protector. Se salvan —entiendo— por su valor de corazón —ese que pocos ostentan y tanto admiraba Próspero— y por preservar la inocencia en sí a pesar de tanto horror vivenciado.

Convence pues a la muerte roja el rojo del corazón que encarnan ellos, especialmente la pareja de enamorados, el amor puro que nada teme, el amor con mayúsculas que —entiendo— es la sangre verdadera (el cáliz de vida) que consume a los que no lo aceptan.

En ese amor, el valor y la humanidad que también reconoce el hombre de rojo al joven enamorado mostrándole una carta del tarot; con esas antiguas cartas adivinatorias el emisario de la muerte parece valorar la cualidad de cada uno y a la vez mostrar que todos participamos en el “juego” de la vida cuyas reglas a menudo escapan a nuestra comprensión.

Frente al egoísmo desalmado del señor oscuro —Próspero, el nombre que en luz ofrece y en tinieblas acumula— y sus seguidores, o el dejarse llevar indolente de la mayoría, la muerte finalmente valora a esos pocos que son grandes en humanidad.

Ellos han sentido miedo pero se han enfrentado a él, no se han limitado ni se han paralizado, no se han dejado arrastrar a la deshumanización dominante. Esos pocos héroes han entendido —ni que sea en parte— el reverso del bien y en esa comprensión no han engrandecido la maldad con su miedo.

La vida sigue, esos pocos humanos como oportunidad de regeneración. O no si atendemos a la sentencia final del relato original que antecede al fundido a negro: «Y las tinieblas, la decadencia y la muerte roja lo dominaron todo».

En todo caso el «juego» de la vida sigue, se esperan otros héroes de corazón para un buen final dirigido a todos, en un desenlace que restablezca la luz original.

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: La máscara de la muerte roja (1964).