[Crónica] Las memorias de Edmundo Moure: El olvido está lleno de recuerdos

A mediados del año 1980 conocí a Jorge Teillier: vislumbro su figura delgada, el cabello liso y un breve mechón que oscilaba sobre su frente. Me llamó la atención su dulce afabilidad para con un desconocido —como lo era yo—, de la fauna literaria chilena, y estuve algunas veces con él, en la Casa del Escritor, y otras, en el bar de Nueva York 11, la mítica Unión Chica.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 11.6.2021

 

Paradigmas: Juan Antonio Massone

En 1976 conocí, a dos escritores chilenos: Carlos Ruiz Tagle y Juan Antonio. A pesar de mis 37 años, recién comenzaba yo a incursionar en el mundo literario chileno, aunque era lector compulsivo desde los nueve años.

Carlos leyó mis primeros relatos de La voz de la casa y otros textos dispersos que yo había sometido sólo a opiniones familiares. En pocas palabras, me dio atinados consejos, diciéndome, de paso, que no me ilusionara por ingresar a la Sociedad de Escritores de Chile, asunto que para mí sonaba crucial en aquel entonces.

—Es un gremio— observó, no una escuela literaria, como algunos parecen creer… Y rondan por ahí muchos ágrafos.

Dos meses más tarde, en el despacho de la Editorial Andrés Bello, me fue presentado Juan Antonio. Ambos hicimos buenas migas, amistosas y verbales, y comenzamos a colaborar en la Revista A.B. recién aparecida y de corta existencia, como casi todas las revistas literarias de aquélla y de todas las épocas en Chile.

Diez años menor que yo, contaba con mayor experiencia y con el bagaje adicional de ser profesor de Castellano, como aún decimos en Chile, sin aplicar a la lengua de Cervantes y Quevedo y Góngora el gentilicio “español”, universalizado hoy para designar el idioma de los hispanohablantes; magisterio que Juan Antonio ostentaba con sencilla alegría, procurando despertar en sus discípulos el peripatético “júbilo de comprender”.

Revistas y emisiones radiales quedaron en el áspero camino de la difusión literaria, agostadas por carencia de apoyos y patrocinios pecuniarios. Nuestra amistad y consiguiente correspondencia espiritual en las palabras, continuaron, con los altibajos propios de espacios y caminos que distancian derroteros, pero que vuelven a confluirlos, en la pertinacia del oficio asumido como vocación y estilo de vida. Tampoco es sencillo compartir afinidades literarias en nuestra modesta aldea letrada.

Me impresionó en Juan Antonio su integridad y total entrega en el quehacer literario, sin aspavientos ni egolatrías de salón, en la busca esencial de la palabra creadora, considerada en sí misma preciosa joya que no debe manosearse en ademanes pueriles u oportunistas, porque si hay una verdad que permanece y aflora, por encima de subterfugios y modas, es la del verbo desnudo.

A partir de esta esencia, axiológica y lingüística, el poeta que es Juan Antonio Massone ha procurado hacerse uno con sus palabras, porque “la auténtica escritura sólo nace de la necesidad de expresar algo que debe ser dicho”. Y no es fácil ni común en este oficio hallar escribas “que tengan algo que decir”.

Uno de sus maestros —quizá el mayor— fue Roque Esteban Scarpa, a quien conocí, por su intermedio, en la vieja casona de avenida Los Leones. Sobrio, de pocas y precisas palabras, el poeta y escritor puntarenense era testimonio vivo de la literatura y la alta docencia chilenas de gran parte del siglo XX.

Juan Antonio ha sabido beber en esa fuente, extrayendo de su fluir cristalino ingentes riquezas, para divulgarlas en el modesto espacio de la creación literaria chilena, donde pocos laboran con paciencia y esfuerzo, y muchos persiguen la vocinglería fácil del público desenfado, para “hacerse un nombre”, como si este menester fuese un juego publicitario y no una callada y solitaria artesanía verbal que ejercemos, sin testigos ni aplausos, sobre la página en blanco.

A poco andar, creamos el programa radial “Dialoguemos”, que transmitimos durante un par de años en Radio Sudamérica, desde la comuna de La Cisterna. Aún conservo parte de las cintas grabadas y las entrevistas que hicimos a algunos autores, como Enrique Lihn, Jorge Teillier, Diego Muñoz, Luis Merino Reyes, Luis Sánchez Latorre, Enrique Araya, Oreste Plath, Roque Esteban Scarpa, Rosa Cruchaga, Pepita Turina…

A Enrique Lihn me costó mucho entrevistarlo; luego de insistentes llamadas telefónicas, me recibió con cara de pocos amigos; le dije que había participado en un taller suyo de verano, en la Universidad Católica; nada, no le saqué ni una sonrisa, mientras me preguntaba:

—¿Cuál es el objeto de esta entrevista? ¿Para qué sirve todo esto? ¿Qué clase de radio es la Sudamérica?

Se avino, no obstante, y el programa resultaría ameno y con favorables comentarios de los radioescuchas.  Nos reuníamos, con Juan Antonio y otros, más ilustres que nosotros en ese entonces, cada sábado por la mañana, en los altos de Librería Nascimento, para disfrutar una cordialísima tertulia, donde Elena George Nascimento era gentil anfitriona.

Rematábamos con un vaso de dulce ponche.

 

Juan Antonio Massone

 

Anecdotario: Jorge Teillier

En el refugio López Velarde, a mediados del año 1980, conocí a Jorge Teillier. Nos presentó el poeta Raúl Mellado. Recuerdo su figura delgada, el cabello liso y un breve mechón que oscilaba sobre su frente. Me llamó la atención su dulce afabilidad para con un desconocido, como yo, de la fauna literaria chilena.

Estuve algunas veces con él, en la Casa del Escritor; otras, en el bar de Nueva York 11, la Unión Chica. Habitualmente le acompañaban Rolando Cárdenas, Enrique Valdés, Aristóteles España, Álvaro Cuadra, Jorge Aravena, el pintor y dibujante, Germán Arestizábal, y su entrañable hermano, Iván.

Los nombrados parecían ser —lo eran— sus más cercanos amigos, aunque también debemos considerar a jóvenes escribas que le querían y admiraban, como Gonzalo Contreras, José María Memet, Esteban Navarro, Francisco Pancho «Viéjar» y otros que por ahora olvido. Jorge tenía muchos amigos y amigas, y no prescindía de ninguno, como fino anfitrión y huésped de afinidades selectas.

Era amistoso, pero, al mismo tiempo, reservado en expresar su intimidad, como no fuera —claro está— en su poesía, de manera fina y sutil, virtudes características de toda su obra.

No le vi rechazar a otros escritores, aunque tenía posiciones muy claras respecto del quehacer creativo, de la situación histórico y social de su país, y expresaba sin ambages su más decidida condena a los abusos y atropellos que la dictadura infligía a chilenas y chilenos, a sus compañeros y cofrades de oficio.

En sus últimos años de vida, algunos grupos menores o camarillas de escribas, trataron de usar su prestigio para denostar a ciertos poetas y escritores que adquirieron notoriedad en nuestra modesta “república de las letras”, donde no se perdona al colega ningún tipo de éxito —sobre todo en las fundaciones sacralizadas, donde los burócratas reemplazan a los creadores y suelen auto gratificarse con premios institucionales—.

Aquellas maniobras ofídicas y puñaleras jamás afectaron la integridad de Jorge Teillier, pues para el poeta de Lautaro: «La poesía debe ser una moneda cotidiana/ y debe estar sobre todas las mesas/ como el canto de la jarra de vino que/ ilumina los caminos del domingo».

 

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Edmundo Moure Rojas, escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes.

En la actualidad ejerce como director titular y responsable del Diario Cine y Literatura.

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: Jorge Teillier en la década de 1980.