[Ensayo] Federico Fellini, un escultor del tiempo

La vida que el realizador italiano observaba con su cámara exhibía una existencia tan dulce como amarga y melancólica perdición que debemos sobrellevar, aunque solo sea con el mínimo de dignidad que tiene el ojo cuando es libre, que con independencia en el corazón y en el mirar, no hay cruz que esté lejos de ser liviana.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 16.12.2021

¿Qué podemos decir de Federico Fellini (1920 – 1993) que no se haya repetido de mil formas distintas? Tanto entre alguna ásperas críticas sobre su reiteración de fórmulas en sus últimas producciones, como en elogios muy merecidos en sus más que numerosos aciertos, han construido una mítica alrededor de este director que en cierta medida nos inhibe de hablar mucho sobre él…

Pero que, más allá de estas cuestiones puramente periodísticas, la fuerte presencia de Fellini a lo largo de casi todo el siglo XX, también nos obliga a hablar de él. Se trata, en otras palabras, de un artista inevitable… más allá, incluso, de los propios gustos es una puerta que no se puede dejar de atravesar… y ver qué vemos con este director.

Ante todo, se debe reconocer que el encuentro de Fellini con la realidad reúne todos los atributos que se esperan de un artista. Tales propiedades pueden quizás resumirse en la sinceridad. Un artista explica el mundo desde lo que no admite negación o discusión.

El arte se explica desde las entrañas. Fellini piensa al mundo como recomiendan los budistas: “con el vientre” antes que con el cerebro. Y así recrea al mundo como artista: contándonos qué ve, cómo lo siente y, especialmente, cómo lo vive.

Después de todo, en el arte, en el gran arte, sólo puede haber lugar para la vida: no existe espacio para otra cosa… y la vida se vive desde las entrañas.

 

El camino de un poeta

Los prejuicios científicos de los que abusó el siglo XX, tienden a hacernos creer que la vida empieza y termina en la fisicoquímica de ciertos materiales del planeta.

Sin embargo, el ser humano ha sido capaz de extenderse más allá de esta frontera… y no por el hecho de que haya podido hacer germinar una semilla de algodón en la Luna o que se haya adentrado en las paradojas lógico-físicas de la Mecánica Cuántica, sino porque, ya sea en un pétreo trozo de óleo, un poco de tinta sobre un papel o un tramo de cinta de celuloide, el Hombre ha dejado una impronta totalmente fuera de lo que el mundo es capaz de dejar como huella propia.

La sociedad del Hombre actual, dentro de millones de años, puede no ser más que un extraño hueso con propiedades sospechosas para un paleontólogo del futuro; pero lo que hoy genera una obra de arte es una suerte de vibración de una calidad diferente, trascendente.

El arte invade la estructura esencial de lo real porque es vida, porque es amor y porque arte y amor son invasivos. Y en lo real —sea esto lo que fuere—, ambos permanecerán constitutivos para siempre… incluso si no hubiera seres humanos en el futuro, el amor, la vida, el arte seguirían existiendo, formando parte de la intimidad del Universo… Y esto es poesía: poíesis: creación.

El director ruso Andrei Tarkovski veía así a Fellini: “…no pretende reconstruir ni copiar el mundo contemporáneo, con sus detalles tangibles, visibles, materialmente verídicos. Tiene su propio camino en el cine. Por supuesto, es el camino de un poeta”.

En efecto: podemos desandar sus sendas, tomando cualquiera de sus películas, o hasta podríamos tomar una única escena, y ver, en cada detalle, como si se tratara de una imagen fractal u holográfica o la estructura de un cristal, la avanzada y retrospectiva personal de toda su producción artística.

Porque ella es así de personal y, paradójicamente, porque es personal también es así de objetiva, de penetrante en el misterio que encierra lo real humano. Porque ante todo hay que destacar el profundo humanismo de Fellini.

Un humanismo que resalta por el compromiso del director italiano con la naturaleza de su propia humanidad y con la humanidad del otro. No es un cine elitista, aunque a primera vista así lo parezca en algunas de sus obras. Su búsqueda estaba siempre abierta a todos: la burla al abogado en Amarcord (1973) es algo que lo entiende cualquiera que se haya visto enredado entre litigios.

Cualquiera habrá vivido la soledad en las calles nocturnas de su propia ciudad, en cada rincón del mundo, viendo las ajetreadas noches de Roma (1972) o la inquietud que despierta la piel imposible de los payasos de la memoria en I clowns (1970).

 

«Amarcord» (1973)

 

Este desfile de extraña desnudez

El relato felliniano de lo visto incluye el compromiso que lleva, a su vez, hacia la crítica del mundo que le tocó vivir. Crítica feroz que se acompañaba del asombro siempre infantil frente al circo de la gran ciudad, a la Gran Ramera en todos sus escotes y desaforados senos que le llaman obsesivamente…

Desde las enormes tetas de la cigarrera de Amarcord o desde el “Marcello! Come here!” que grita Anita Ekberg tras descubrir el tiempo y el agua y la noche y un gatito en la Fontana di Trevi, en La dolce vita (1960)… gato que —según cuenta la leyenda—, ocasionalmente pasaba por el sitio de filmación.

Mastroianni como un Adán que espera la invitación al bautismo y la Ekberg como una Eva que descubrió la vida atrapada en las duras estatuas de los dioses e ídolos de piedra… y el gatito, blanco, asustado y ocasional, que ofició de perfecta metáfora de la serpiente…

Y cuando vemos la imagen de un divertido Fellini disponiendo al animalito sobre la cabeza de la actriz, entendemos que el destino ayuda al que está atento a recibirlo en sus evoluciones: al que espera la llegada de la musa inspiradora —recordando a Picasso—, debe encontrarlo trabajando.

Así, Fellini toma al desprevenido visitante gatuno y lo coloca sobre la excesiva Ekberg, para que, actuando sin actuar, se pasee con él como si desfilara con un sombrerito.

Así de falsa, Sylvia, en su verdad blanca y fetichista, se presenta ante Marcello, ante los dos: ante el periodista fingido Rubini y el real Mastroianni, pero éstos no pueden tocarla: húmedos ambos, como recién paridos en la fuente, él debe limitarse a perfilarla con sus manos asombradas…

Un ciclista y las luces del amanecer terminan el encantamiento. Son expulsados de la eternidad del momento, por el paso del tiempo. La estrella formidable e hiperbórea que debe bajar dos veces del avión para éxtasis de los paparazzi y sus enormes cámaras y deslumbrantes flashes, es la síntesis de lo banal que encuentra Fellini en esa porción de realidad mediática: la de los “dioses antropomórficos” del crítico Parker Tyler y que brillan inalcanzables en un cielo tan visible como ajeno e imposible.

Marcello sabe que Sylvia es humana pero sabe también que es una de esas estrellas quiméricas, mezcla de vida y sueño y “fuente de amor sobrenatural”, al decir de René Clair. Sylvia es un modelo modelado por dentro del cine y por fuera de él.

Es una escultura espiritual rígida —modélica— que depende en gran medida del periodismo como combustible para poder brillar. Como los héroes míticos, es un mortal que busca la inmortalidad… y en el cine eso sigue siendo posible: la Ekberg que murió atada a una silla de ruedas, dejó en la inmortalidad a la Sylvia del gato accidental.

Una estrella que fulge llenando vacíos de nada… y eso Fellini lo sabe, por eso todo es en él y sus filmes, una escondida y nocturna orgía de extroversa, permanente y brillante nada. La dolce vita es la película que quizás mejor defina este desfile de extraña desnudez que se pasea por el tiempo que esculpe el italiano, para usar la metáfora del ruso Tarkovski.

La realidad que descubre y describe, es al mismo tiempo la oquedad que lo real encierra en su procacidad. Y es ahí donde ocurre el milagro del arte: lo procaz, lo huero, lo ridículo, lleva al sentimiento de ternura y al deseo de sentir el amor en y desde el otro.

 

Su cincel contra la piedra

La dolce vita es, asimismo, la radiografía despiadada de aquellos que están del otro lado de la plenitud, en respuesta al neorrealismo, alejándose de la guerra y su miseria. El niño del neorrealismo es el Fellini eterno provinciano que llegó de Rimini —en la costa de la Emilia Romaña— a encandilarse en la gran ciudad, allá por 1938.

Pero era un provinciano que llegó para luchar por la libertad de la mirada. Luchar contra los que lo tienen todo y que terminan descubriendo en sus bigotes teñidos y tristes pestañas postizas, el cascarón vacío de sus existencias. Las sombras de sus almas, de sus zoologías espirituales, se camuflan en los bosques de la noche romana (y el soldador de rieles de Roma –1972–nos las revela).

Los hombres insensibles a los elevados abismos y a las cimas profundas; los hombres y mujeres a quienes la medianía intelectual los invade y colma, y que no distinguen ni lo grandioso ni lo sagrado sientiéndose seguros en la tibieza del vómito divino.

Hombres para quienes es fácil hablar del espíritu porque no lo han escuchado nunca clamar por su derecho a la grandeza y que se sienten cómodos en la pequeñez de la definición burguesa de lo que es justo y verdadero. Hombres de la reiteración. De la rutina del pensamiento. Del sinsabor de un mundo espiritual que no sabe la verdad…

Hombres del conocimiento sin nutrientes. Hombres del amor desleído sin capacidad de pasión. Hombres amargos y resentidos. Secos y sosos. Hombres de una multitud grosera que se ha hartado, irremediable. Son los sobrantes. Los inútiles. Los que estorban…

Y Fellini, como escultor del tiempo, desbasta estas excrecencias. Combate contra los enemigos de la belleza y nos deja los destellos, los chispazos de su cincel contra la piedra: la monja, el Papa, el borracho, el comediante fracasado, el niño eternamente enamorado…

Una enorme ave que entra en la cabeza del observador y asombra y acomete en medio del océano al gran comedor del “Gloria N” en E la nave va (1983) junto a ese rinoceronte absurdo y final que es, quizás, un resumen de la sombra del todo lo que Fellini nos quiere dejar como explicación de lo que significa “salvarse”: salvarse uno reconociendo que lleva a cuesta el absurdo rinoceronte de la cultura occidental…

 

«Casanova» (1976)

 

Roma es entonces el mundo

Y es así cómo aquellas viejas fotos que pretendieron vivir por siempre, son siempre melancólicos motivos de asombro que no pueden hundirse ni siquiera al amparo de la muerte porque el mar eterno que soñaron es de plástico, al igual que los mares de Casanova (1976) y el de Amarcord… y no pueden morir porque nunca fueron vida, estorbando.

Estorban en el cajón de la memoria… Estorban pero consuelan, con esa su extrañeza de cadáver maquillado frente a nuestra mesa de cabaret, yéndose de la mano del payaso triste que, en La dolce vita, arrastra tras de sí los globos de la fiesta, como hiriente metáfora de una Morte amara.

Esa Muerte amarga que se perfila en Roma tras el labrador, su guadaña y un diálogo descolgado: “Ha escrito desde América…”, “¿Y qué dice?”, “Que allí todos se alimentan con latas”: para la vida no hay más salida que la comida… aunque sea en latas.

No. No hay salida: hay que entrar a la Roma de las bíblicas siete colinas atravesando el triste Rubicón con un viejo profesor, su bastón, su pierna varicosa y su cohorte de pequeños alumnos, mientras grita su “Alea jacta est!”.

Y ya en Roma, Fellini ve: con los ojos de 8 y ½ (1963), y en La ciudad de las mujeres (1980) y con el periodista Rubini, Fellini ve.

Ve la Roma cruel, sucia y trabajadora que suelta sus herramientas de trabajo para encarar al Sordi burlador y burlado de Il vitelloni (1953), declarando sin saberlo, que los “Fellini laboratori” venía a cargar sus armas de arte irreverente contra “el mundo de los Sordi”, dispuesto a pelear por alguna clase de verdad… más allá de las latas americanas de la posguerra.

Cualquier verdad es buena y posible, porque el arte da tantas verdades como el artista quiera que dé. Y así, entre esas tantas verdades, Roma es toda esa plétora de ridiculeces del mundo de la que nadie en el mundo puede salvarse, porque si todos los caminos conducen a Roma, Roma es entonces el mundo.

Y quizás, como mensaje final para un Occidente cristiano, quede el prólogo de La dolce vita, con aquella famosa por atrevida y ridícula travesía de una enorme estatua de Jesucristo que surca el cielo romano colgando de un helicóptero, seguido por otro en el que viaja Marcello y su icónico Paparazzo, quien —con su apellido inventado por Fellini— acosaba la Via Veneto para fotografiar a alguna celebridad.

Abajo, hundidos en las calles populares, niños gritan tratando inútilmente de alcanzarlos y arriba, en una terraza de un quartiere de high class, unas chicas en bikini saludan a su mesías, el que baja para ellas a las estrellas: Marcello… No hace falta engañarse: la vida, la vida dulce, la del dulce no hacer nada, será el amargo tema de Fellini.

Siempre lo veremos hablándonos de lo humano y en ello, de lo fugaz y de lo inútil que es olvidarse de lo trascendente… de las rabietas vergonzosas de su padre en Amarcord; del desnudo filtrado entre las diapositivas frente a los alumnos religiosos en Roma… así como se colaba la cruz entre las fotos del Duce, al que pronto verían colgando como una res junto a su amante en Milán…

Esa era la vida que Fellini veía: una tan dulce como amarga y melancólica maldición que debemos sobrellevar, aunque más no sea, con el mínimo de dignidad que tiene el ojo cuando es libre… que con libertad en el corazón y en el mirar, no hay cruz que no sea liviana.

 

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El cineasta italiano Federico Fellini

 

 

Horacio Carlos Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

“Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: La dolce vita (1960).