[Ensayo] «Juegos de villanos»: De amor y de balas en los alrededores de Talca

Esta es una novela que ambientada entre la ciudad de Santiago y la urbe capital de la Región del Maule, resulta necesario leer, recomendar y la cual instala a su autora, la escritora nacional Julia Guzmán Watine (en la fotografía principal), entre las creadoras más destacadas del género policial chileno.

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 4.4.2021

“Yo no podría aferrarme a una inmortalidad, por muy ilusoria que fuera. El terror a la muerte esa eso, la ilusión de no morir.”
Julia Guzmán Watine

En toda buena novela policial debe existir una trama oculta y entretejida con un sentido coherente, más allá de los hechos que naturalmente la constituyen. Es la primera constatación que surge en este libro bien diseñado, con una secuencia dinámica que permite al lector ser parte activa de la narración, la que se va desplegando de un modo siempre atractivo, sugerente e intrigante.

La historia parte del casamiento entre Magda, profesora de estado, y José Ignacio Latorre en la ciudad de Talca. Ella, hija de un conocido y pudiente hacendado local, don “Feña” Echeverría, y él una suerte de “allegado” social que ejercía como ejecutivo de un Banco. Ambos se conocen en un Happy Hour en el Club Chic de esa ciudad y a poco andar deciden contraer matrimonio.

El caso es que en la noche de bodas y mientras inician su luna de miel el vehículo que ocupaban es encontrado de madrugada a la vera de un camino solo con Magda, mientras su cónyuge ha desaparecido.

Ella parece drogada y la policía comienza a indagar sobre el paradero del marido a través de la acción de un dudoso Fiscal que no se esfuerza en obtener prontos resultados.

Es Magda entonces la que acude a un antiguo compañero de colegio, Miguel Cancino, quien es comerciante de libros antiguos en la capital —actividad que apenas le alcanza para la sobrevivencia— y en paralelo desempeña esporádicas labores de investigador privado con resultados bosquejados como de segundo orden, aunque reafirma su actividad con específicos guiños a Heredia, el mítico detective de Díaz Eterovic.

Así Cancino, decide trasladarse a la ciudad del Maule con la finalidad de investigar in situ sobre la misteriosa desaparición de Latorre. Es en ese contexto donde surgirán continuas contradicciones por quienes de una manera directa o secundaria han sido testigos de los hechos previos a la desaparición.

La existencia de un video de la fiesta de la boda irá entregando a Cancino una serie de antecedentes sobre el hecho. El detective posee una aguda capacidad de observación y a través de su examen constata las conductas de los actores cercanos a la pareja.

Por un lado, y solo a guisa de ejemplo, Joaquín Sepúlveda, quien ha sido un permanente enamorado de Magda, evidencia una actitud de rechazo hacia Latorre, y ese simple desprecio percibido en el video obliga a Cancino a desmenuzar cada una de las acciones u omisiones del resto de personajes en la mentada celebración.

Deduce y analiza eventuales comportamientos, a la par que comienza a interrogar a quienes siempre constituyeron el grupo próximo de Magda.

En esa perspectiva la novela se va adentrando en las personalidades de cada uno de ellos: don Feña, Valdivieso, Infante, Nicole, Luz, Morales van siendo desmenuzados psicológicamente por el detective.

Es claro que Cancino, dentro del grupo de colegiales de antaño, resultó ser un advenedizo no perteneciente a los jóvenes aburguesados de la sociedad talquina.

Fue una suerte de paria que estableció más tarde su residencia en Santiago y visitaba regularmente a su madre Violeta, sin restablecer los vínculos con quienes fueron sus compañeros de entonces y que ahora redescubre en sus facetas adultas, premunidos de esa aureola de dominio que otorga el saberse parte de quienes controlan una cuota importante de la sociedad a la que pertenecen.

 

Con la base moral de la Dictadura

En esos escenarios, el detective descubre que el núcleo central de la desaparición de José Ignacio Latorre podría obedecer a una hábil operación bancaria en que intervienen el padre de Magda, don Feña, y dos socios: Valdivieso, agente del Banco que otorga un préstamo cuantioso a cambio de unas tierras de dudosa calidad, e Infante, quien completa el trío.

Dichas tierras existentes en la localidad de San Javier, al sur de Talca, son el punto de partida para la compra de un fundo en Angol. Allí vivirían José Ignacio Latorre y Magda como vecinos de Infante, según el designio del padre de la novia.

La forma en que se obtiene el crédito, la utilización de peritos comprados, la intervención mediatizada de un fiscal que obedece a los inefables poderes ocultos y el ascendiente sin contrapeso que ejerce don Feña respecto de su entorno, se traduce en la elaboración de un plan frío, siniestro, que además se yergue sobre los inefables pilares de una dictadura que dejo sus dudosas bases éticas y morales muy bien estructuradas. Es sobre ese tinglado que aún permanece incólume, que la “estafa legal” se consolida.

El quid del asunto es que Latorre ignoraba todo aquello y fue utilizado para el diseño del plan maquinado por el trio aludido. Sólo que cuando Latorre lo descubre se transforma de inmediato en un problema sin solución. De ahí que su eventual desaparición sea el efecto de una causa deleznable.

En ese punto la investigación alcanza altos ribetes de dramatismo y sin ánimo de incidir en el desenlace narrativo, cuestión que por lo demás corresponde al lector discernir, Cancino —quien se escuda en los consejos de don Ernesto y Bernardita, sus inefables amigos de Santiago—, se ve envuelto en una serie de acontecimientos que desencadenarán un drama esbozado con maestría por la autora de esta apasionante novela.

En suma, se trata de una obra diestramente estructurada, con una seguidilla de diálogos bien urdidos, con descripciones acabadas de personajes que construyen un espacio dominante ignorado o que ciertas áreas de la comunidad apenas sospechan.

Un sitio provinciano que se reproduce —y ese es otro mérito de la novela— como esbozo gradual de acciones semejantes y que se erigen al amparo de un sistema clasista y despreciativo del mundo medio.

Ello redunda —se reitera— en un final sorprendente que, no obstante, las deducciones del investigador, sobrepasan con largueza sus análisis lógicos y exceden en parte su natural intuición.

La degradación con que se encuentra lo reafirma en su humanidad básica, pero deja entreabierta la puerta del desencanto por el desprecio que siempre percibió hacia su condición social. En su fuero interno sus discretos anhelos de superación no sólo chocan con esa barrera infranqueable de los poderes ocultos, sino que reafirman, de manera implícita, su soledad.

Sin duda, una novela que vale la pena leer, recomendar y que instala a Julia Guzmán Watine entre lo más destacado del género policial chileno.

 

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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes. Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).

De profesión abogado, se desempeña también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

«Juegos de villanos», de Julia Guzmán Watine (Editorial Vicio Impune, 2018)

 

 

Juan Mihovilovich Hernández

 

 

Imagen destacada: Julia Guzmán Watine.