[Ensayo] «Carminho Memoriae Innocent»: La geografía escabrosa de la memoria

Al sellar un poema, un cántico, un exordio —dice el autor chileno Luis Cruz-Villalobos— asistimos a la muerte de todo lo que fue o no pudo ser, punto final, espacio en blanco, y otra página se iza: desde allí late, se alza, poliniza, se expande y crece, y es hermoso saber que al reino de los versos le definen aunados, e indisolublemente, la palabra que crea y el fecundo callar.

Por Daylíns Rufín

Publicado el 26.7.2023

Nadie lo ha de dudar: la poesía es otra patria. Aquella tierra franca donde se encalla, se naufraga y sobrevive de alguna tempestad que aún amanece. Lugar al que se llega desde las coordenadas del deseo, ese de respirar, de no acallar, de hacer visible, a ese otro de soñar y de subvertir la geografía escabrosa o incólume de la memoria.

Es una felicidad llegar a ella y el poeta lo sabe. Quedan pocos lugares en la tierra del alma donde se nos permite detener el momento y colgar de los árboles el corazón, la voz, el canto, un adiós, un «tal vez», las lágrimas de amor, la madrugada. Son escasas también las latitudes desde donde es posible encauzar el disímil camino de la ventura, para regresar al mismo lugar o, simplemente, erguir el corazón del cuerpo e invitarlo a danzar, durante años.

Aeternus, sin tiempo. Si el reloj de la poesía tiene un compás y límite sólo puede ser este. La vastedad presente de lo cotidiano, la infinitud de las pequeñas cosas, la inmensidad del horizonte azul que nos habita. El tiempo del poema es la pausa liberadora que suprime y subyuga al opresivo kronos sibilante. Como un Miguel de espada blanca le interrumpe su línea de serpiente.

La patria del poema es además otra forma del tiempo, y el poeta lo vive. Lo reabre cuando dice: Ven, te voy a contar. Lo inaugura con galas cuando, a pesar de todo, se decide a cantar y soñar también lo no vivido: esa memoria y mapa del anhelo. Ese croquis de estrella o planeta posible que es en sí, toda imagen de algún sueño.

—Ven, mira, es todo— dice el poeta al tiempo que vacía de pequeñas ternezas su zurrón de juglar enfrente nuestro.

—Es todo— exhala. Y nos muestra el vacío con que habrá de seguir después de hacer su entrega dejando caer las manos de esa, su voz que cuenta, canta y estremece. Y se va como un modo de quedarse.

Si algo aprendemos de la poesía es que su permanencia es un silencio. Cuando calla el poema, tal vez, no es porque ha muerto, sino porque ha engendrado y escondido su sabia miel en lo más íntimo de nuestras entrañas. Desde allí late, se alza, poliniza. Se expande y crece. Y es hermoso saber que al reino de poiesis le definen aunados, e indisolublemente, la palabra que crea y el fecundo callar.

Ese morir del punto y el final es la resurrección del propio verso que estalla ahí —y desde ahí destella— en múltiples sentidos. Que se desliza como una supernova en la silente profundidad creadora que lo sumerge todo y nos habita. Es allí, en ese estar del no decir, donde reencarna y cobra nueva vida todo lo que una vez fue dicho.

Al sellar un poema, un cántico, un exordio, asistimos a la muerte de todo lo que fue o no pudo ser. Punto final, espacio en blanco, otra página se iza. Atracamos en tierra de poesía haciendo reverencia al buen amor que enrumba y que no ciega con el polen de plata de sus alas, y al mal amar, de gris y barca, despidiéndolo con gracia.

 

El acto de tatuar nuestras nostalgias

Es difícil la poética geográfica interior, y lo palpa el poeta. Por saberlo no ceja ni se detiene, entonces. Comprende que agachar los dedos frágiles de la palabra hasta esos riscos de algas secas que también hacen parte de la patria poesía, no es subyugar la vida condenándola sólo a lo escabroso o a lo agreste.

No es un rendirse, no un cambiar el todo que se da en el poema por la Nada. Cuenta como genuflexión de resistencia de quien busca el amor del cual escribe. Cuenta como milagro de fe terca. Como gesto de luz y pena ida.

El poeta lo advierte y nos impele: aprendamos, justamente, que en esta patria de la poesía los vencedores fueron —antes que nada y antes— los caídos por un sueño que no fue. Y aunque parezca triste el acto de tatuar nuestras nostalgias sobre la piel de una tierra a la que se llega, precisamente, movido por ellas, no hay —sin embargo— peor melancolía que el tratar de olvidar, olvidando las marcas.

Todo poema nace como acto de ruptura. Se rompe a puño y letras el falso pedestal donde se nos condena la alegría. Se sale, verso en ristre, a demoler los monumentos sin oraciones ni futuro que nos petrifican la sal de tanto mirar al pasado. El éxodo es preciso. Debemos liberarnos con versos de esta fe en las nuevas cosas. Y salvar —y salvarnos— de aquella pétrea y condenada suerte de la mujer de Lot.

Arribar a la patria poesía sabiéndola otra tierra y nueva polis, es un acto fundante que requiere, como de parto, gritos que también pidan porque reinen el bien y su armonía en medio de las sombras de algún mal.

Que sobrevuelen estos y su plata de sol por sobre los espectros de quienes ya lo hicieron y todavía nos acechan. ¡Ay, esas calles de la poesía, tan abiertas, tan nobles como son, terminan bienviniendo cada presencia!

No es la tierra poesía, sin embargo, desvariada o inocente, a pesar de que existan en ella y sus caminos desvíos cuasi puros, rutas vírgenes. Ha de saber, no más, quien llegue a ellas que en lo que siembre, riegue y fructifique allí en ese otro espacio, no podrá repetir las malas hierbas.

Que no podrá venderle este nuevo jardín a los cardos estériles. Que jamás podrá ser la existencia de la espina razonable, si no es que viene a proteger los nuevos tallos, porque todo lo nuevo, lo bello y aún lo bueno que hoy existe, cabe tan solo en una pequeñita flor.

 

Danzar para adormecer los sentidos

Tal como ya el poeta lo ha visto en su oráculo, todo está conectado aquí y en ella. Sus coordenadas no escapan a esta, la suerte humana de no ser y no estar jamás tan solos. No es posible escapar de esta divina condición de religados. Su mundo no es ajeno al entramado vital que nos remueve y es sabio comprender —ya el poeta lo ha dicho— que bien pueden deberse a las amapolas los giros en la conciencia de las mariposas.

La poesía y su tierra, por renacida, son sobre todo sitios para la desnudez. Se puede morir asfixiados por la soledad si la inhalamos tras máscaras de plástico. Escondidos tras estas, es imposible escuchar el llanto del jornalero, danzar para adormecer los sentidos o hacer oír la oportuna respuesta cuando el payaso, desde su mueca en carne viva, nos pregunta por el amor.

Toda distancia en el espacio de la poesía es desnuda distancia de dos. Y son duplas así las perspectivas, las diferentes percepciones que se nos cruzan y asaltan al andar el poema y adentrarnos en la profundidad de sus arenas.

Quien llega a esa, su orilla, de soledad no estará solo. Será bien recibido por espectros que vienen de otra parte. Por gente que escribe y se reescribe, y cree que todo libro es una carta a la muerte que se pretende reina.

Gente que cree, sí, que habrá traición —más nunca habrá condena— en irrumpir y desgarrar con la palabra que salva, por responder al eco de la vida que clama desde adentro para resucitar. Esta vida desde donde se zarpa siempre a algún poema, la que vive pidiendo un poco de ternura porque es vida de perros, al fin.

Y el poeta, lo sabe.

 

 

 

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Daylins Rufín (Matanzas, 1976) es poeta, biblista y ministra de la Fraternidad de Iglesias Bautistas de Cuba (FIBAC). Es profesora del Seminario Evangélico de Teología de Matanzas (SET) y del Instituto Superior Ecuménico de Ciencias de la Religión de La Habana (ISECRE). Es especialista en el área de articulación ecuménica, fe y Sociedad del Centro Oscar Arnulfo Romero de Cuba (OAR).

Actualmente realiza el doctorado en filosofía en la Universidad de La Habana, y es parte del equipo coordinador de la Red TEPALI. Es autora de varios libros de poesía, entre los cuales están: Mundos de Astoret (2014), Dos de paso (2016), Trípode. Fotopoesía (2022).

 

«Carminho Memoriae Innocent» (Hebel Ediciones, 2015)

 

 

Daylins Rufín

 

 

Imagen destacada: Collage de Hebel Ediciones.