[Crítica] «Dignidad»: Un aporte audiovisual en contra de la impunidad

La serie de ocho capítulos codirigida por los realizadores locales Julio Jorquera Arriagada y Nancy Rivas, destaca por su lograda puesta en escena y ambientación de época, y por su encomiable labor mediática en la lucha a fin de dar a conocer y difundir las graves actividades criminales cometidas en el territorio nacional, por la secta alemana liderada por el fallecido pederasta Paul Schäfer, y también con el propósito de denunciar a la poderosa red de protección que lo encubrió, y la cual, hasta el día de hoy, cuenta con grandes dosis de influencia tanto en la vida pública como política y cultural del país.

Por Ezequiel Urrutia Rodríguez

Publicado el 28.12.2020

No hay duda de que nuestro país se ha inducido a fondo en el mundo narrativo de los thrillers policiales del género audiovisual, anteriormente con La jauría (Castro et al. 2020), Helga y Flora (Aspeé, 2020), y ya que TVN se encuentra exponiendo su repetición, con ¿Dónde está Elisa? (Illanes et al. 2009).

En el caso de esta historia, trata de los acontecimientos que involucran al fallecido convicto alemán Paul Schäfer (1921 – 2010), no solo en lo referente al abuso de menores, también en los casos de tortura ejecutados en su finca “Colonia Dignidad”. Tema que no podría estar más cargado de polémicas, tanto políticas como de las capitales violaciones a los derechos humanos.

Claro, está ese comentario del público chileno sobre las producciones locales, que dice que en el país no pueden hablar de otra cosa que no sea la dictadura cívico–militar surgida con el golpe de Estado en contra del gobierno de la Unidad Popular, el martes 11 de septiembre de 1973.

Pero lo que no suelen decir tanto del tema, aunque suene cruel, es que hablar de la Dictadura vende. Y mucho. Por ello, no es raro que nuestro repertorio esté tan cargado de referencias a Augusto Pinochet y a sus esbirros.

Al mismo tiempo, y algo de lo que tampoco se habla: tenemos el peso cultural que dicho acontecimiento ha dejado en la memoria de Chile, una carga y herida que podría equivaler a la cicatriz emocional que dejó la bomba atómica en Hiroshima y la historia del Japón.

Mismo evento que inspiró a la creación de la obra Godzilla (Tanaka et al. 1954), piedra angular del relato de los Kaiju, así como también a Akira (Otomo, 1988), ícono del género Cyberpunk.

Pero ya hablando más de la obra de Arriagada y Rivas, algo a destacar es su aguda atención al detalle, elemento que resulta clave para la construcción de su relato, más sabiendo que no hablamos de una mera historia de ficción. Sí, los protagonistas quizás lo sean, pero no el evento histórico representado.

Y ese es el mayor grado de dificultad que presentaría esta pieza audiovisual.

Es cierto que para muchos usuarios de las redes sociales resulta insultante que, hasta ahora, no se haya dado lugar a contar esta historia, molestia que aumentaría tras cancelarse en Chile la producción de Florian Gallenberger sobre la secta alemana instalada en la Séptima Región del Maule (2015).

Pero lo que muchos no suelen entender es el peso que implica un relato como este, léase: la investigación, entrevistas con testigos, permisos de filmación en el lugar de los hechos. Cada elemento cuenta.

Por otro lado, es importante señalar la forma en que los directores trabajaron la “teoría del color”, aprovechando tanto aspectos naturalistas en escalas frías (captando a la perfección la temperatura propia del sur de Chile, donde ocurren los hechos) como las tomas a los personajes aplicadas en Croma, y otros atributos que dan a la vista una sensación de antigüedad.

Dicha selección en la paleta de colores conseguiría el mismo efecto que Adrian Lyne lograría en Lolita (1997), por ejemplo, especialmente al aplicar tonalidades en sepia para el pasado de Humbert Humbert, transportando al espectador a esa vibra ambiental propia de la sociedad de los 40.

Ahora, ya pensando en vestuarios y actuaciones, se felicita al equipo que fue capaz de recrear a la perfección los trajes típicos de los colonos de la finca, así como su elenco un hablar e interpretación del idioma alemán de una forma fluida (una de las lenguas más difíciles de aprender). Y es que hubiera sido fácil poner a rubios teñidos a jugar con ese acento en “doble erre”, pero no, porque con Arriagada y Rivas queda claro que cada detalle cuenta.

Esto último nos lleva a la interpretación de sus personajes, empezando por la siniestra actuación de Götz Otto (Schäfer), quien no solo captó en su punto la perversión criminal de este líder, sino que lo contrastó de forma precisa con esa aversión cristiana de su personaje, volviéndose todavía más impactante.

Algo similar podemos decir del trabajo de Leo, nuestro protagonista (Marcel Rodríguez), quien expone con claridad las consecuencias del abuso en dicha comunidad, con un plus otorgado por ese genuino miedo, del cual, no tendrá otra opción que sobreponerse.

El único personaje que no tiene muchas dimensiones (sin desmerecer el trabajo de su intérprete) es el de Antonia Zegers, quien, incluso, hasta parece reciclada de su labor en La jauría (2020), justo como otra detective divorciada viviendo con su hijo. Sí, cumple con sus funciones como corresponde, pero cuesta distinguirla de esa construcción psicológica tan calcada de su otro trabajo.

Por su parte, los hermanos del protagonista permiten aumentar la perspectiva, ya sean los hechos ocurridos en la colonia o los medios de expansión de la misma, lo que, aparentemente, habría causado mucho más daños que los ya infringidos en sus terrenos.

Del mismo modo, dicha familia presentaría a la audiencia un arco de reconexión, siendo estos, el medio con el cual el protagonista reconecta con su pasado, obteniendo así la fuerza para cerrar ese círculo.

Y es por eso que esta franquicia resulta tan recomendable, a la vez que su existencia, hasta justifica todo el tiempo que el público chileno esperó para oír y visionar esta historia.

Porque más allá del cinismo moral y político de las élites locales, hablamos de una construcción que jugó todas las cartas que tenía en frente, que prestó atención hasta el último detalle.

En otras palabras, no solo nos narró una historia, nos transportó en el tiempo, y nos hizo testigos de un caso de abuso y de barbarie humana.

Uno que hasta hoy tiene su huella de impunidad en el sur de Chile.

 

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Ezequiel Urrutia Rodríguez (1996) es un joven escritor chileno nacido en la comuna de San Miguel, pero quien ha vivido toda su vida en los barrios de Lo Espejo.

Es autor del volumen Kairos (Venático Editores, 2019) su primera obra literaria, y la cual publicó bajo el pseudónimo de Armin Valentine.

También es socio activo de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) y licenciado en educación y profesor de educación básica de la Universidad Católica Silva Henríquez.

 

 

 

Tráiler 1:

 

 

Tráiler 2:

 

 

Ezequiel Urrutia Rodríguez

 

 

Imagen destacada: Dignidad (2020).