Machetes en el asfalto (una historia de Navidad)

Los encuentros casuales y callejeros producen sorpresas y revelan identidades ocultas, dramas humanos insospechados, y sentimientos inauditos, tal como le ocurrió a nuestro colaborador argentino en una calurosa esquina de Buenos Aires durante el mes especial que es diciembre, por lo menos para quienes festejan la Navidad en el hemisferio sur.

Por Alberto Ernesto Feldman

Publicado el 27.12.2018

Hace sólo un momento que acabo de llegar a casa, pero no pude evitar sentarme inmediatamente en la computadora y escribir esto que estás leyendo.

Con el paso del tiempo, me fui olvidando poco a poco de esos aires de Navidad que comenzaban, cuando yo era niño los primeros días de diciembre, cuando terminaban las clases.

Entre el olor de los jazmines y los duraznos, los chicos jugábamos al aire libre bajo un sol de fuego y la mirada vigilante y protectora de nuestros padres.

Insensiblemente nos deslizábamos hacia el próximo año, con esa parada tan emotiva en el encuentro familiar de Nochebuena, donde todo prometía ser bueno y feliz para siempre. Luego, pasaron muchos años y muchas cosas se fueron olvidando.

Pero fue justamente esta tarde cuando recuperé el significado de estos días.

Volveré a sentirlos como cuando era un niño de diez años, hace ya más de sesenta y cinco.

Pero basta de cháchara, que aquí va la explicación.

Vengo del dentista, donde desde hace casi un mes voy dos veces por semana por un largo tratamiento. Viajo desde Belgrano hasta Villa Pueyrredón, y de regreso tomo hasta Cabildo el ómnibus 107 o el 114 en la esquina de las avenidas Mosconi y Constituyentes.

Fue en Mosconi, una ancha avenida de una sola mano, donde esperando por primera vez en la parada, observé a un muchacho de rasgos aindiados, de no más de diecisiete o dieciocho años, que como tantos otros, trata de sobrevivir mostrando a su público, en su mayoría automovilistas al principio indiferentes, lo que sabe hacer, cosa que, como vi varias veces, lo hacía merecedor tanto de un aplauso como de una aprobación en dinero.

Me dejó paralizado de asombro. Dejé pasar varios colectivos y repetía su número cada corte de semáforo, una vez tras otra.

Su número era de circo, de los mejores circos. Hacía malabarismos no con pelotitas ni clavas de madera, sino con tres machetes de gran tamaño, que golpeaba uno con otro cada tanto, para probar su legitimidad con su pesado sonido metálico.

Los arrojaba a gran altura, girando, y los recogía con seguridad por el mango. Cada tanto se desplazaba un poco y tomaba uno de ellos de su espalda, por supuesto sin mirar, y lo volvía a la ronda con los otros dos machetes. Lo mismo hacía levantando una pierna y pasándolo por debajo de la rodilla, e incorporándolo luego en sincronía al ciclo de los otros dos elementos, todo a gran velocidad.

En un momento, colocó un machete vertical con el mango sobre su nariz, y caminó varios metros teniéndolo en equilibrio mientras arrojaba los otros al aire, siempre girando, recogiéndolos y volviéndolos a tirar, hasta que con un impulso de su cabeza arrojó al aire el que tenía montado en su nariz y reconstituyó otra vez su trío de machetes voladores.

Nunca perdió el control sobre sus filosos instrumentos ni fue ninguno a parar al suelo. No había visto nunca nada igual. Quien tiene un dominio neuromuscular semejante, es un fenómeno.

Mientras esperaba el cambio de luces para exhibir su número, el muchacho se tomó un descanso y se acercó a la parada de ómnibus, lo que aproveché para felicitarlo con admiración.

Le pregunté donde había aprendido su destreza y si sabía que lo suyo era un espectáculo circense de mucha calidad; también le dije que debía hacerse conocer por medio de la televisión o la radio; a lo que contestó que varias personas le habían dicho antes lo mismo.

Aseguró que lo que sabía, lo había aprendido de otra gente que como él, vivía en la calle, que no quería obligaciones ni horarios, era libre y ganaba lo suficiente, moneda a moneda, haciendo lo que le gustaba.

Lo decía todo en un castellano perfectamente claro pero con un acento cantarino que mostraba a las claras su origen guaraní.

Lo volví a ver cuatro o cinco veces sucesivas, coincidiendo con la espera del ómnibus después de cada sesión con el dentista.

La firmeza con que decía esto y la expresión de sus ojos, parecían un canto a la libertad. En un primer momento creí que era un ser libre y feliz.

Meditando sobre esto, llegué a la conclusión de que sólo un gran dolor y una gran resistencia al mismo tiempo, podían combinarse en una persona y hacer soportable la soledad de la calle y el dolor entre una multitud ajena.

El miércoles pasado lo vi  trabajando más rápido que de costumbre. En los quince minutos que estuve esperando el ómnibus, no descansó.

Cuando cambiaba la luz y terminaba su acto en Mosconi, volaba a Constituyentes y así alternó su número sin descanso entre las dos avenidas. No sé cuántas veces lo habrá hecho ni cuantas horas al día, pero hoy, 22 de diciembre, terminé con el dentista y me extrañó no ver al joven fenómeno luciéndose con sus machetes en el cruce de las dos avenidas.

Me acerqué al puesto de diarios de la esquina y le pregunté al encargado si sabía algo de  él.  -Si señor, me dijo-. Andrés vino a Buenos Aires hace cinco años a buscar a su padre, pero no lo encontró. Ayer completó el dinero del pasaje para volver a Oberá, Misiones, a pasar la Navidad con su madre, ¡hace cinco años que no la ve!…

Me sentí feliz y emocionado por haber sido testigo de este episodio de la calle.

Desde hoy, para mí, diciembre y las Fiestas Navideñas volvieron a oler a jazmines y duraznos.

 

 

Vista de Oberá, una ciudad argentina de la provincia de Misiones (noreste del país)

 

 

Alberto Ernesto Feldman nació en Buenos Aires, en 1941, y abandonó estudios de medicina cuando cursaba cuarto año y a partir de allí se desempeñó como chofer en el transporte de pasajeros y de carga. En el año 2006, al jubilarse, tomó clases de clarinete y por sugerencia de su esposa y de su hija, quizás cansadas de escucharlo, se anotó en un taller literario municipal, lo cual a los 65 años le abrió las puertas del quehacer literario. Escribe cuentos cortos y relatos, algunos de ellos han sido premiados o mencionados en la Capital y en las provincias de Buenos Aires, Jujuy, Mendoza, Misiones, Chaco y Santa Fe. Intervino en las antologías El diálogo nos amontona de Editorial Dunken, y en la editada por el Centro Vasco Francés, ambas en Buenos Aires; Cada loco con su temaGula, e Ira editadas en México por el Grupo Editorial BENMA, y en España, participó en Escenarios editada a su vez por la Asociación Española de Neuropsiquiatría en 2013, y en las antologías Facer Españas editadas en 2014 y 2016, respectivamente por la Editorial Orola, de Madrid.

A comienzos de 2013 ha editado por primera vez en forma individual un volumen de cuentos y relatos titulado Castillos reales, castillos mentales; a principios de 2014 su segundo trabajo: Tango final en Saavedra y otros 36 cuentos y relatos, en febrero de 2015 su tercer volumen, Un caballito en el rincón y otros 33 cuentos y relatos. A fines de ese mismo año, su cuarta obra, Miss Alice al mediodía28 cuentos, relatos + un poquito de teatro. La obra Tomando café frente al Obelisco y otros 32 cuentos y relatos, en tanto, que es su quinto volumen, fue editado en agosto de 2016.

 

 

Imagen destacada: Un paradero de la avenida Mosconi en la Villa Pueyrredón de Buenos Aires.