«Una blanca revelación»: En invierno en Moscú… hace frío (y nieva)

El autor es periodista y escritor. Su libro “Apuntes de un chileno en Rusia” (2017) se encuentra disponible para descarga gratuita en la Biblioteca Pública Digital de la Dibam, y cuenta con una página de Facebook con fotografías de aquel país, textos y artículos diversos, titulado “Una odisea en Rusia”. Por otra parte, una muestra de su trabajo literario se encuentra en el blog “Revolución subterránea”. Ha colaborado con el portal “Letras de Chile” y también en medios como las revistas «Caras», «El Periodista», y en los diarios «El Ciudadano», «El Desconcierto», «El Mostrador», y «La Nación». Durante más de tres años trabajó en la cadena de televisión «RT en Español», por lo cual residió en Moscú. La siguiente crónica jamás ha sido publicada hasta el momento.

Por Francisco Ramírez

Publicado el 1.09.2017

Baste decir como introducción a estas notas que hace unos años viví en Moscú, trabajando para la prestigiosa cadena rusa de televisión “Russia Today”, la que por aquella época sacaba al aire su primera señal en nuestro idioma: “RT en Español”. Al redactar estas líneas la cadena tiene la friolera de más de 4,5 millones de seguidores en Facebook: cifra que le quitaría el sueño a Donald Trump… si es que no tuviera cosas más interesantes y “divertidas” qué hacer. Por cierto, tal respaldo de los internautas se justifica en base a una (envidiable) y continua producción de noticias, entrevistas, reportajes in situ con calidad HD, sumado ello, cómo no, a una mirada ironía y permanentemente ácida respecto a Estados Unidos –el archienemigo histórico de Rusia, hoy tal como ayer-, todo lo que les ha permitido ganar un sitial preponderante en las “audiencias antiimperialistas” que –es un hecho de la causa- abundan en varios países de Latinoamérica.

Los primeros meses -fines de verano y comienzo del otoño- fueron impactantes: la “hoz y el martillo” eran algo tan lejano en Rusia como para nosotros el universo de la Guerra de las Galaxias. Por cierto, el idioma ruso era complicadísimo y con un esfuerzo ciclópeo al cabo de unos meses podía decir algunas frases y los números del uno al veinte. La belleza y grandiosidad histórica de la urbe era impactante. También el singular encanto de las mujeres rusas, cuya armonía y gracilidad era tal que uno entendía de dónde Tchaikovsky había sacado la idea para “El lago de los cisnes”. Ni qué decir que me vi rodeado por la generosidad de los rusos, los que tienen por costumbre ofrendar al recién llegado con la bebida nacional: así, en pocas semanas debí soportar tal ingesta de “chupitos” de vodka, fuera adonde fuera, que parecía más bien una remembranza ancestral de “asesinato etílico” contra algún zar poco bondadoso.

Todo bien hasta que llegó el “Innombrable”.

Un «malo» de película

El “invierno ruso” es una suerte de personaje universal que eclipsa en fama a cualquier luminaria rusa, incluyendo a seres tan singulares como Stalin; Rasputín; Iván, el Terrible; u otros –uno puede dudar hasta que Stravinsky sea ruso, pero respecto al invierno de esta nación ¿quién no lo conoce?-. Presencia etérea y poderosa, fue capaz de derrotar a los ejércitos (casi) indomables de las igualmente ultra poderosas Francia napoleónica y Alemania nazi. Entonces, ante enemigo de tal magnitud ¿cómo enfrentarse a modo individual? ¿O será mejor, como reza el dicho, “aliarse a él”? Pero ¿cómo hacerlo si su “presencia” son solamente partículas de nieve cayendo sin cesar de las alturas? Tal vez, esté en una suerte de Olimpo de divinidades bromistas y se divierte con dar algunas mundanas sacudidas a regiones calificadas indiscriminadamente como “naciones frías”. Rusia, obviamente, está en el primer lugar del podio: la ciudad de Oymyakon, en la región de Siberia, está considerada como el lugar habitado más gélido del mundo, y en 1924 registró la temperatura récord de -71,2ºC. La vida, no obstante, sigue, incluso en esas inclementes condiciones.

Ha llegado el momento de los recuerdos. Retrocedo en el tiempo: me veo de nuevo en Moscú y…

“Ya estamos en marzo, es decir, es el último mes del invierno. Debe haber unos -10 grados Celsius en la calle mientras escribo. Y, se los juro, esto parece una tarde casi veraniega en Jamaica después de lo que viví estos meses. Por una de esas singularidades del destino, me vi inmerso en uno de los inviernos más fríos que se hayan dado en Europa en las últimas décadas: desdichadamente, estaba en el lugar y el momento oportuno para vivirlo.

Ahora, antes de abordar el reciente “Apocalípsis blanco” del último invierno, nos remontaremos un poco atrás.

El nacimiento de la nieve

Llevo un poco más de un mes en la capital rusa. El otoño comienza a desplegarse, pero sólo se han registrado un par de lluvias muy, muy menores. ¿Es, acaso, este el mitológico y tan “duro clima” local? ¿El frío? Nada fuera de lo común. ¿Esto era todo…? Ante tal panorama, estaba bastante optimista. Lo que ignoraba era, precisamente, el dato más esencial: éste es completa (y maliciosamente) variable, voluble y antojadizo.

A veces, me paseaba por las calles cantando “La vie en rose”, “Kokomo” o alguna melodía alegre y pegadiza, cavilando en lo “agradable” que era aquel panorama que me rodeaba. Algo encantador y, ante todo, “soportable”. ¿Estaba en Rusia, realmente?

Tal estado de abstracción embobada estaba en su punto cúlmine cuando cayó la primera nevazón, tenue, extremadamente delicada, prodigiosa, casi musical.

Fumaba en el balcón del departamento, cuando la vi. Advertí que algo inédito estaba cayendo desde el mismísimo cielo. De pronto, divisé frente a mis propios ojos –valga la redundancia- cómo caían aquellas maravillosas partículas de nieve, aquel áureo resplandor que se iba depositando sobre las rudas calles moscovitas. Era algo demasiado bello como para que fuera realidad en este anárquico y despiadado mundo. No obstante, ahí estaba, extasiado, absorto. Tan pasmado que no pensé ni por un momento en capturar esos instantes con fotos: algo me decía que este era el comienzo de un fenómeno que vería muchas veces más. Guardé silencio. Vino a mi mente, el iconográfico “Papá Noel” de las nieves que tantas veces había visto en películas “yanquis”, y también la Blanca Navidad que sólo es un cuento para nosotros los latinoamericanos, y en los renos, y en las chimeneas por donde caían de noche paquetes con anhelados regalos, y en las dulces canciones que acompañaban este cuadro. Sin embargo, tal visión no me calzaba del todo aquí: de seguro, los rusos tenían “otra manera” de ejecutar tal celebración, al igual cómo –de a poco lo iba constatando- tenían “otra manera” de hacer muchas cosas de acuerdo con lo que para mí era una “solución lógica y normal”.

No alcancé a percatarme del momento exacto, pero, de un momento a otro, advertí que me estaban saliendo lágrimas de felicidad. A pesar de ello, intuí que la belleza no podía ser tanta y que estaría bien pronosticar que me depararía el futuro. ¿Acaso no era éste sólo un “adelanto de temporada”? ¿Sería la nieve siempre tan amigable, bendita y “turística”? Algo me decía que no…

¿Patinaje sobre hielo? “No, gracias”

Finalmente, llegó el invierno ruso con toda su crudeza. Fue duro, durísimo. Sólo a modo de ejemplo, uno de mis primeros contactos con este fenómeno ocurrió en enero. Era un domingo cualquiera y nevaba de modo intermitente durante el día. La temperatura exterior era cercana a los -10 grados, mientras durante horas conversé vía Skipe con mi familia en Chile. En la tarde, se me ocurrió salir… De pronto, sentí como si el vapor del hielo que se ocultaba –literalmente- bajo la nieve me golpeara con mucha violencia. Lo primero que advertí fue una sensación casi inmediata de resquebrajamiento de la piel de la cara: temí porque, verdaderamente, mi rostro se partiera en dos. Tal efecto, lejos de permanecer estático iba creciendo, segundo a segundo. Entonces, esa percepción de tirantez se extendió a los ojos: presumí con insólito terror que era posible que en cualquier instante se hundieran en sus cuencas y, cómo no, aquello me convertiría inmediatamente en un hombre ciego. Ante tal caótico horizonte hice lo único que atine a hacer: correr, desesperadamente, con miedo, con tal de volver al departamento, abrir la puerta y cerrar tras ella todo aquel infierno blanco que estaba en desarrollo. Casi respirando a jadeos, lo logré. Ese fue mi verdadero primer contacto con el invierno ruso.

Pasaron las semanas y toda Rusia se cubrió de blanco. Por cierto, el aumento de la nieve que se convertía en verdaderas “montañas” por doquier no era lo peor: lo era, sí, el incremento del frío. Cuando cierta tarde vi en un termómetro digital en la entrada de una estación de Metro que estaba “rodeado” por -28º Celsius… me pregunté si había sido una buena idea haber aceptado esta oferta laboral.

Pero “trabajo es trabajo”, me dije con regularidad por esos días.

De todas formas, fue un invierno “regular” según los cánones locales y así me lo hicieron saber diversas amistades que me impulsaban a no “ser tan exagerado” y disfrutar de aquella temporada con pasatiempos tan comunes por allá como el patinaje sobre hielo. No, Señor, me arrodillo y confieso ante ti: aún no estoy preparado para una prueba de tal magnitud. Ya bastante tenía con tratar de no “disolverme” una tarde cualquiera ante tanta dulce frialdad con que nos abrazaba por esos días la querida “Madre Rusia”.

Ahora, mientras termino este informe, veo como el sol nuevamente sale en Moscú y va disolviendo las toneladas y toneladas de la maravillosa (maldita) nieve que cayó sobre Rusia, día a día, durante más de cuatro meses.

Quizás, sea ya un buen momento para salir a dar una vuelta y…”.

El autor, el periodista y escritor Francisco Ramírez

 

Imagen destacada: Fotograma del largometraje «Moscú no cree en las lágrimas» (1980), de Vladimir Menshov.