«BANG-BANG»: Un cuento virgen y sangriento de Emilio Ramón

El relato que publicamos a continuación equivale a un título recién salido del word intacto, inédito e impoluto dentro de la obra de este escritor amigo y un cercano conocido para las páginas y los lectores del Diario «Cine y Literatura»: las noches insomnes de un santiaguino desesperado, al borde del suicidio, y que busca su negada redención a través de las pastillas, el alcohol, y de las ensoñaciones imaginarias con una cuasi inalcanzable compañera oficinista, esa morena de piernas de fuego, y un final inesperado.

Por Emilio Ramón

Publicado el 1.4.2018

Hacía un buen tiempo los nervios venían traicionándolo, pero las últimas semanas se estaban transformando en un verdadero infierno. Las crisis de pánico se sumaban ahora a la depresión y al omnipresente insomnio. Las vitaminas, los somníferos y el Ravotril ya no hacían efecto, y todo se confundía, todo se perdía en una rutina opaca y fastidiosa. El trabajo, la oficina, la ciudad, los bocinazos, la falta de sexo, las taquicardias, el jefe explotador, la inevitable, confusa y compleja paranoia. Y comenzaba a caer la noche…

…Y la noche no ayudaba en nada a calmar las cosas. El insomnio llevaba lejos la ventaja y comenzaba a ganar la batalla. Cerraba los ojos, trataba de dormir… Pero no; abrir los ojos, levantarse, sacar del cajón la Taurus calibre catorce, acercarla a la boca, acto seguido retirarla, sobarle el lomo y dejarla reposar nuevamente en su aposento. Caminar, fumar, ir al baño, volver a la cama, taparse con la almohada para no escuchar el ruido de la calle, sudar, volver a levantarse. Asumir que esta noche, como la anterior y como casi toda la semana, tampoco se podrá dormir.

Tenía que amanecer, y amanecía. Se miraba las ojeras frente al espejo y se lavaba los dientes por inercia. El viaje al trabajo, el auto entre miles de otros autos, los semáforos, la vida moderna. Cuando por fin lograba sentarse en su inconfortable silla de oficinista de medio pelo necesitaba una taza de café para calmar la respiración. Y otra taza y otra más. Y comenzaban a desfilar por su sesera las más terribles ideas suicidas. Para no perder el control, desviaba los pensamientos hacia otras ideas no menos perversas en las que su jefe (ese alemán explotador) y su compañera de oficina (esa morena de piernas de fuego) eran los blancos más recurrentes. En fin, pensaba de todo menos en el TRA-BA-JO.

-Benavides, ¡trabaje, por el amor de Jesús!— Benavides era el nombre al cual respondía el personaje principal de este relato; Jesús es otro cuento.

-Está bien.

-¿Está bien? ¿Está bien? ¿Es lo único que sabe decir, Benavides? ¡TRABAJA BENAVIDES TRABAJA BENAVIDES TRABAJA BENAVIDES!

Todo había comenzado esa noche de agosto en que ella se había ido sin siquiera llevarse sus cosas. Esa misma noche sintió ligeros sobresaltos en el sueño, cierta brusquedad al despertar, pero no le dio importancia  hasta que esto comenzó a hacerse un poco más sostenido y profundo; en medio de los sueños venía esa claustrofobia, ese pánico al encierro, y se ahogaba, perdía la movilidad de sus extremidades, se agolpaba bruscamente toda la sangre en la cabeza… Y entonces despertaba. Se levantaba aterrado, medía su pulso, trataba de recobrar la respiración normal y se secaba el sudor de la cara. Algo no andaba bien.

Benavides la llamó por teléfono muchas veces; al principio con cierto recelo, luego con vehemencia y descaro. Le prometió cambiar, le pidió perdón. Pero no consiguió nada… Nada más que destrozar sus nervios aun más. Y los problemas en el sueño comenzaron a ocurrir todas las noches, y era cada vez más fuerte la inmovilidad, cada vez más la sangre agolpándose en su cerebro, cada vez menos el aire que sentía llegar a su vida perdida en un departamento de treinta metros cuadrados en medio de la ciudad y la locura.

Fue entonces cuando comenzó el insomnio. Y cómo no, si aquella infame patología le estaba causando un inmenso terror a dormir. Llegaba la noche y se iba a la cama, ponía la cabeza sobre la almohada, sentía relajarse los músculos del cuerpo, se dejaba atrapar lentamente por el sueño. De pronto lo peor: la asfixia, la sangre a la cabeza, la angustia, la inmovilidad. Y levantarse y el pulso y el sudor, y servirse un trago y tratar de dormir, y vuelta a la derecha, vuelta a la izquierda, boca abajo, boca arriba como los muertos y la paranoia y la taquicardia y la vocecita del jefe “¡TRABAJA BENAVIDES TRABAJA BENAVIDES TRABAJA BENAVIDES!…” y ya eran las tres de la mañana y afuera unos jóvenes reían a carcajadas y unos perros ladraban y los aviones atravesaban el mundo por los cielos oscuros. Y Benavides seguía sin poder cerrar los ojos mirando esos vestidos y esos zapatos de tacón que lo saludaban crueles desde todas partes.

Una noche de aquellas se levantó, se puso las pantuflas (esas con el símbolo de Batman que le había regalado ella para su último aniversario) y abrió el cajón. La Taurus estaba ahí, peligrosa y atractiva, esperando su momento. Benavides la tomó y caminó con ella hasta la mesa de centro en la que aún permanecía abierto un labial rojo; se sentó en el sofá y la miró un momento en silencio a través de la luz azul que se colaba por entre las cortinas. Tomó una moneda que estaba sobre la mesa.

–Cara: vuelves a ese cajón y te quedas ahí sin decir ni una sola palabra, ¿entendido? –le susurró a la pistola-. Pero si sale sello…

Benavides tiró una moneda al aire y la siguió con la vista mientras giraba hasta que cayó silente sobre la alfombra. La tomó y la acercó a la luz. Era cara. Se quedó allí, mirando los muros fijamente por unos minutos hasta que el ruido de una ambulancia cruzando las calles a toda velocidad ultrajó el silencio fúnebre de la escena. Benavides se levantó, tomó la pistola con cuidado y volvió con ella hasta la habitación; la metió al cajón, lo cerró y se metió a la cama. Miró el techo. La Tierra seguía girando y él seguía sobre ella.

Y las mañana eran cada vez más pesadas, con el jefe reventando los tímpanos, la compañera de oficina con sus largas piernas envueltas en pantys oscuras, el computador atiborrado de información, las ideas siniestras desfilando por su cerebro. Y el reloj que se movía tan lento, tanto que parecían años. Y la vocecita que repetía como si fuera un karma ¡TRABAJA BENAVIDES TRABAJA BENAVIDES TRABAJA BENAVIDES! Y Benavides sudaba, sentía náuseas, veía borroso, se le secaba la garganta y se le acalambraban los brazos y piernas, activos, pasivos, ctrl.+Alt+Supr, curvas de intereses, etc etc etc etc etc ETCÉTERA.

Por esos días apareció “la locura”, como la llamó Benavides. Mientras dormía (aquellas benditas veces en que lo lograba) ingresaba en sueños, pero no sueños cualquiera; era como si realmente estuviera despierto, como si no durmiera y la vida siguiera su curso. Se veía en su cuarto fumando un cigarro, tomando whisky, mirando el techo, pero entonces se sentía mal, comenzaba la angustia, el pánico, los calambres, la sangre a la cabeza… Y despertaba. Se secaba el sudor, se tomaba el pulso y trataba de relajarse, de respirar bien. Se levantaba angustiado e iba por un vaso de agua, pero los nervios podían más que él, lo agarrotaban, lo perturbaban, comenzaban a hacerle perder el sentido, y entonces volvía a despertar. Era un sueño dentro del otro y no podía escapar. Y era tan real todo, su cuarto, los calambres, el baño sucio, la ropa de ella tirada por toda la casa. Todo era real, muy real, o así lo creía hasta que despertaba una vez más.

La realidad de Benavides se tornó incierta, se mezclaba de una manera bizarra con los sueños, se confundían, ya no estaba seguro de estar dormido o despierto. A veces estaba en su oficina cuando venían las crisis y comenzaba a sudar y el corazón latía más rápido y los mareos y la sangre subiendo y los calambres… Y despertaba. Sí, despertaba, otra vez en su cuarto, en su cama. Se levantaba al baño, se mojaba la cara, comenzaba a sentirse mal y volvía a salir del sueño (o creía salir). Comenzó a desesperarse, a buscar ayuda. En Internet leyó acerca de las bondades de los tranquilizantes y de las pastillas para dormir, y no tardó en conseguirlas. Tuvo un par de noches de sueño profundo, pero todo beneficio desapareció tan pronto que no alcanzó ni a sentirlo. Pronto se transformó en el mismo ser destruido, pero ahora, además, estaba enganchado a las pastillas.

Una mañana despertó (o creyó despertar) y tuvo un extraño presentimiento. No era algo normal, era una ansiedad en el pecho distinta a la que estaba acostumbrado a sentir; una especie de angustia placentera que le corría por la sangre. Caminó al baño (o creyó caminar), se duchó rápido y se puso el uniforme de oficina. Tomó las llaves del auto y partió rumbo al trabajo, pero esta vez no iba sólo: la Taurus lo acompañaba en el bolsillo de su chaqueta. También iba con él una vocecita dentro de sus tímpanos, una vocecita con acento alemán que repetía y repetía “TRABAJA BENAVIDES TRABAJA BENAVIDES, TRABAJA…”

Llegó a la oficina (o creyó llegar) y se sentó frente a la pantalla. Se sentía distinto, un poco eufórico, capaz de todo. La pistola en su chaqueta le daba una sensación de poder, de control, le hacía de alguna forma sentirse vivo. Se levantó y caminó hasta el puesto de la morena de las piernas de fuego, se acercó a su oído y, con el mejor tono de latin lover que pudo, le dijo algo así como “he soñado tantas veces con tus piernas, he soñado con tu cuerpo desnudo sobre mis sábanas y yo ahí, mordiendo tu carne como un perro hambriento”. Ella levantó la vista aterrada, hizo una mueca de asco y se paró corriendo a la oficina del jefe. Benavides la miró alejarse, fijando su vista en sus nalgas balanceándose dentro de la falda ajustada. Ya no le importaba nada. Ni siquiera le sorprendió cuando escuchó aquella vocecita decir con tono seco: “A mi oficina, Benavides”. Se paró de la silla (o creyó pararse), metió la mano a su bolsillo para acariciar la Taurus y entró al despacho de su jefe.

–No le daré explicaciones, Benavides. Venga el lunes a buscar su finiquito. Está despedido.

Fue cosa de un segundo. BANG-BANG. Dos tiros. Uno desviado que dio en una ventana y quebró el vidrio, el otro en plena cara del jefe, manchando de sangre los vidrios, el piso y la ropa de Benavides. Como si fuera un profesional de sangre fría, se metió la pistola al bolsillo y salió de la oficina con calma, sin importarle los gritos de horror de sus compañeros. Bajó los tres pisos por las escaleras, salió a la calle, tomó el auto y volvió a su infierno personal de treinta metros cuadrados. Con toda tranquilidad se tiró en la cama a esperar a que el ruido de las sirenas policiales acabara con su felicidad.

No recordaba bien cuándo se había dormido, pero despertó en la misma posición en la que se había tumbado. Se levantó (o creyó levantarse) y se asomó por la ventana: no había nada. Seguramente la policía aún lo buscaba, pues había mentido en su currículum acerca de su dirección. Ya no sentía calma, no, ahora la ansiedad y la culpa comenzaban a apoderarse de él. ¿Realmente lo había hecho? ¿Era un asesino de verdad? La idea casi lo paraliza. Una ráfaga de esperanza le iluminó el rostro al pensar en la posibilidad de que todo hubiera sido un sueño, un mal sueño… Pero no: ahí estaba su camisa salpicada de sangre, la Taurus con dos balas menos, y aquella sensación de dureza que sólo conocen quienes le han quitado la vida a otro ser humano. Comenzó a sentirse mal, no lo soportaba. Se tapó la cara con las manos y se tiró sobre la cama boca abajo mientras una angustia horrorosa lo consumía por completo. Las lágrimas comenzaron a brotar solas, como si tuvieran vida propia. Comenzó a llorar, a llorar como un bebé, minutos, horas, sentía como vaciaba algo muy arraigado dentro de sí, exorcizar al peor de los demonios, llorar, llorar, sentir las lágrimas limpiando los ojos y el espíritu, no pensar en nada, sólo dejarse llevar por el llanto…

Lo que sonó no fueron sirenas, sino el teléfono. Se secó el sudor, midió su pulso y contestó. No se sorprendió cuando al otro lado de la línea había una voz grave y fuerte que exclamaba: “Benavides, ¡son las diez de la mañana! ¡Hasta cuándo con los atrasos! ¡Trabaja, Benavides! ¡Trabaja, Benavides! ¡TRABAJA BENAVIDES TRABAJA BENAVIDES TRABAJA BENAVIDES!…

Benavides se levantó de la cama, caminó hacia el baño y se cepilló los dientes. No se molestó en cambiarse la camisa manchada sangre. Tomó las llaves del auto y movió el culo rumbo a la misma oficina de siempre (o creyó hacerlo).

 

El escritor chileno Emilio Ramón (Santiago, 1984)

 

Emilio Ramón (1984) es el pseudónimo literario del contribuyente Emilio Vilches Pino, quien además de ser autor de la novela Labios ardientes (La Polla Literaria, Santiago, 2014), y del volumen de cuentos Noches en la ciudad (Santiago-Ander, Santiago, 2017) registra ser profesor de Estado en castellano, titulado en la Universidad de Santiago de Chile, y magíster en literatura latinoamericana y chilena, también por la misma Casa de Estudios.

 

Imagen destacada: La actriz canadiense Monia Chokri en un fotograma del filme «Les amours imaginaires» (2010), del realizador de idéntica nacionalidad Xavier Dolan